Seudónimo

Recuerdo claramente ese primer poema de amor que escribí: ¡Qué pueril!. Y sin embargo lo conservo aún. No tendría entonces más de trece o quince años. Ella tenía un cuerpo elástico que atraía mis primeros impulsos eróticos. Hablaba de la fuerza de su sonrisa que de algún modo se posaba en mi bajo vientre. Hoy al leerlo siento nostalgias de su aroma joven y la sangre me sube a la cara por lo escrito. Ella me hizo perder, al menos, la virginidad literaria. ¡Qué tiempos aquellos!. Entonces me llamaba sólo Gabriel, o también Federico.

También recuerdo haber hecho muchos otros poemas de amor, casi cada vez que me atrapaba en sus dulces redes la suavidad de una piel joven, o la melodía de una voz, el fulgor de una melena rubia y más. La luz de unos ojos de mujer joven (ya no) inspiró mi último poema de amor verdadero. Hoy reflejan cansancio y a veces tristezas, mientras yo ya rara vez escribo poesía. ¡Qué tiempos aquellos!, ¡Qué bellos tiempos!. En ese entonces soñaba historias para nosotros y nuestros hijos. A ellos les conté tantos y tantos cuentos, para dormir, para comer, para despertar, para cumplir años. Les conté el cuento del avión de perejil, el del señor conejo, el del gato chorombo, y después para pasar el tiempo, cuando ya comían solos, y dormían sin cuentos, les conté historias falsas como la de la araña tarántula que aprendió a cantar ópera y fue famosa interpretando Madame Butterfly, o el del niño que se convirtió en muñeco de trapo, víctima del mangoneo de sus padres y tantos otros. ¡Cómo añoro esos tiempos en que sólo me llamaba Gabriel Federico, aunque ellos me llamaran papá!.

Pero el tiempo pasó y ya no necesitaron cuentos. Sólo los necesitaba yo. Entonces fue que los hice colección en esos años de máquinas de teclas redondas, de dedos fuertes, de papel tan blanco y calco negro. Fui coleccionando cada poema desde mis recuerdos, cada cuento, cada relato y los fui suscribiendo a mi nombre para conservarlos: Gabriel Federico Márquez Lorca y la fecha del escrito. Ya fueron, de ese modo, míos. ¡Cómo recuerdo aquella época!. Fue en aquel tiempo que aprendí el amor por la literatura y supe que había nacido para ella aunque hubiera transcurrido una vida entera en otros libros y escrito otros textos, y me fue dicho que decidiera por unos de ellos: Los primeros eran mis amores y los otros el sustento. Elegí como siempre elegimos: Sin razones, con puro corazón y escribir ya no fue una diversión sino pura ilusión, proyecto, y vida. ¡Qué lindos tiempos!. Llegué a escribir treinta y seis tomos de dos mil seiscientas siete páginas cada uno. Primero blancas inmaculadas trazadas a golpe de martinetes, todas ellas de buen grosor, todas ellas rubricadas en su margen con mi nombre verdadero para certificar amor más que propiedad.

El destino del arte, el sino del escritor, no es el papel pero en él vivimos. Ahí construimos y nos perdemos, de manera que el tiempo fue adelgazando las hojas y amarilleando su color hasta que, habiendo madurado la obra creí que el tiempo había llegado. ¡Qué maravilloso tiempo de ilusión!. Elegí de entre todos los tomos lo mejor y de entre ello, aquello que se vendiera para sustentar tanta dedicación. Recuerdo que fue novela policial. Si hay un género que da dinero, es el policial. Es raro: Se llamaba "El peor de los comienzos" y quería ser el mejor. Aquí reproduzco, con nostalgia y vergüenza, el comienzo de aquel comienzo:

«No veía nada. No porque su pequeña oficina estuviera, como siempre en la irremisible penumbra, sino porque mantenía los ojos semicerrados, mientras se masturbaba frenéticamente tras su escritorio. Intentaba imaginar que hacía sexo con una rubia alta y voluptuosa en el baño del aeropuerto de Londres, cuyo nombre desconocía del todo; talvez algo como Jetro o así, que lo distraía y no lo dejaba pensar en la rubia cuyos rasgos se escapaban en ese maldito sonido: Jitro... Jetroe... Además el estúpido baño siempre se transformaba en un pobre retrete del terminal de buses rurales de Pichilemu. El desvío de imágenes que estropeaba la excitación de Olmerok Matucana hasta la angustia, fue resuelto por un fuerte golpe en el vidrio empavonado de la puerta. Volviendo a la realidad, vio su nombre escrito al revés, en el vidrio, sobre la palabra inversa "Detective", tras la cual se dibujaba una silueta femenina».

Quien no sabe fracasar nunca llega a triunfar. Yo aprendí, en ese tiempo que añoro, a fracasar. Mil doscientos ejemplares de "El peor de los comienzos" agobiaron al artista, al escritor que en mi había gritando cada día: "El arte es arte y no comercio", o también "El artista que se prostituye en el comercio deja el arte". A mi, el comercio me empujó al arte: Regalé, y me recibieron, seis ejemplares debidamente autografiados del modo siguiente:

«Sin condenas ni rencores contra la culpa, justiciero, el autor


Gabriel Federico Márquez Lorca»


Aún se hacen polvo sus orillas, en mi armario de hombre solo, los otros mil ciento noventa y cuatro que yo mismo había editado y gestionado su impresión. ¡Qué tiempos aciagos!. Pero pagué hasta el último centavo con oficios varios. Entre otros, escribí currículos, cartas comerciales, de amor, fichas técnicas y redacté breves biografías desconocidas de desconocidos para un árbol genealógico. Después de pagar hasta la fatiga, creí, siempre iluso, que si escribí propuestas para otros, con las que hacían su dinero, podía utilizar mis textos para proponerlos y ganar con ellos. Así comencé, cuando comencé a desvanecer mi nombre, a escribir a la Hucha de Oro, al Café Gijón, a la Fonda Chao, al premio Julio Cortázar de Cuba y al de Catamarca, al Rulfo y al Mundo, al Betagárgola y al Tuqizás y más y más y más, sin suerte alguna (¿o calidad?). Cada pesado envío hacía más liviano mi bolsillo y más transparente mi nombre: Treinta lucas a Murcia y quedaba yo segado del olmo, colgando de los últimos centavos y lleno de ilusión. Esta vez sí; decía. ¡Qué tiempos esos en que creía que ganar un premio sería fácil!. Recuerdo que me inventé un bello seudónimo, tan desconocido como mi nombre y por tanto tan inútil a la competencia como él mismo. Mi propio nombre: Gabriel Federico Márquez Lorca habría sido tan funcional como el seudónimo; tan desconocido y secreto. Pero este tenía algún raro encanto que me cautivó y usarlo era como echarme encima una cálida ropa literaria que abrigaría mi obra, llevándola al triunfo. Seudónimo del autor: Iñaki Irizarri escribía en hoja aparte con los otros datos necesarios, en la carátula de la obra, en la firma suscrita, en el sobre aparte y en la hoja que éste contenía: ¡Cuánta emoción!, ¡Cuánto sueño! nacía de ahí. Recostado en mi cama en la noche, mirando sin ver imaginaba al jurado sorprendido y unánime premiando a Iñaki Irizarri y buscando emocionados la plica que revelara que mi nombre era tan anónimo como el seudónimo y mi origen igual. "¿De dónde es?" preguntarían los jurados al presidente. Pues de la famosa ciudad de "Coñaripe" al sur del sur, allá donde el mundo termina y no hay más nada. Nada más el lago Calafquén y en su orilla el paso del hombre de la tierra, en su lucha sinfín. Eso se llama Coñaripe. "¿Y él, es alguien conocido?". "Aún no", respondería el presidente con cierta duda: "Aún no" y concluiría, como quien menciona el nombre de un profeta: "Federico Márquez", ahorrando las florituras de mi nombre que yo tanto amo. Pero no importa. Yo estaría ya en camino del triunfo tanto tiempo anhelado.

Iñaki Irizarri, Iñaki Irizarri, Iñaki Irizarri se repitió una y otra y otra vez el seudónimo sin el éxito definitivo, sino como las campanas de iglesia que llaman inútilmente, a las siete, a la Oración, sin respuesta de los fieles indiferentes. Sin embargo la repetición insistente de la melodía va minando la costumbre hasta convertirse en la consuetudinaria llamada que marca un requisito en la rutina. Coñaripe dejaría de ser Coñaripe sin su campanario y sin su inútil llamado a la Oración. Pero si un día el fervor de la gente despertara, y amantes de la madre del Salvador, el pueblo acudiera al llamado de las siete a la Oración e inundara las arcaicas naves de la iglesia parroquial, tal vez encontrara que no hay cura y que quien toca cada día las campanas es el pobre y solitario sacristán, sabedor de la inutilidad del llamado. Entonces verían que eran más bellas las campanadas que la imposible oración. Sabrían que el campanario y su son superan a su verdad.

Nunca los fieles han acudido al llamado, desde hace mucho, y quizás sea eso lo que haya dado belleza a aquel tiempo ido y que añoro. Es que cuando el campanazo es certeza, la ilusión se rompe en realidad y se convierte en la tarea cumplida que deja sin futuro. Ya no habrá jamás un tal vez hoy, un puede ser mañana: La lucha y el empeño han terminado. Sólo queda encontrar otros horizontes. Sin embargo está el cansancio que va minando, también, la ilusión, hasta hacerse un imposible o un fracaso. ¡Que tiempos difíciles de aceptar! pero fue necesario hacerlo. Entonces, como una manera de mitigar la dolorosa caída, forje una nueva ilusión: Recurrir directamente a las editoras y llevé mi obra que consideré ya maciza (tenía entonces más de diez y siete tomos que superaban cada uno las dos mil páginas). Llevé sólo aquello que ya, al minar esta pasión mis recursos, estaba escrito en flaco papel amarillo de celulosa mil veces masticada, mil veces envoltorio de zapatos viejos, de venta callejera, experiencias idas y noticias olvidadas. "Quisiera proponer, a su juicio, esta, mi literatura que creo digna de llegar a todo el público" dije con cierta soberbia, que creí necesaria.

Iba preparado a ser rechazado de plano. Era sólo otra ilusión. Pero ¿de qué vivimos al final sino de ella?. Recibieron, con una semisonrisa, casi amable, casi tolerante, tres tomos empastados en cartón burdo, en hojas nacidas ancianas en tamaño ajustado a la norma, en letra de cuerpo doce, a doble espacio, en tinta alternativa de cartuchos rellenos mil veces y de reproducción triste, mi última novela y una fantástica colección de relatos y cuentos. La jefe editorial, amable, los abrió y leyó al azar varios pasajes, dedicándole más tiempo y, supuse que, interés, del esperado. Me miró sonriendo después de ir y venir por los tres tomos y los empujó hacia mi. "Todo esto es plagio" me dijo. "Todo esto lo he leído ya. Estoy segura". "¡Imposible!" respondí más sorprendido que ofendido, dando un sentido total y taxativo a mi respuesta. "Tendría que justificar esa aseveración" dije. Me respondió que en ese momento no recordaba quien sería el autor, pues leía tanta y tanta cosa en su trabajo que le era difícil retener esa información, "sin embargo" sentenció que, "el estilo y uso del lenguaje, los temas elegidos y mucho más" los conocía y había leído y rechazado cientos de veces, "así pues, mal podría aceptarlos dentro del contexto de un plagio". Ofendido, exigí explicaciones, entonces llamó a uno de los lectores de la editorial. Le leyó: «El tiempo se fue amarillo y lento mientras él apenas vivía, o vivía y más». El lector profesional sonrió y difirió la respuesta, dijo en vez: "¡Aaah! nuestro concursante total". La jefe editorial abrió los brazos con un gesto que subrayaba su aseveración y completó sus recuerdos: "Iñaki Irizarri. El perdedor universal". Lleno de sentimientos encontrados, por un momento casi me dejo llevar por la alegría de oír que recordaban mi seudónimo, pero luego me pesó la vergüenza de la burla que había en sus recuerdos y preferí callar.

Después de mucho recorrer editoras, cada vez más humildes llegué a una que me publicara por los pocos ahorros que aún tenía y me hiciera una edición decente. Todavía recuerdo ese momento. El editor me puso una sola condición: "No uses ese nombre tan feo: Federico Márquez. Búscate un nombre que venda". "Gabriel Lorca" insinué, jugando con el mío, pero dijo: "Es lo mismo". Entonces recordé mi seudónimo de siempre y me dije que al menos así me recordaban como el peor concursante de los premios editoriales y dije "Iñaki Irizarri". ¡Tantas ilusiones que había construido como Iñaki Irizarri! Aunque nunca se concretaron. Fue casi un modo inocente de agradecerle a esa circunstancia su compañía de siempre.

¡Cuántos años han pasado!. En aquel entonces sólo cumplía un sino, un destino. Había elegido escribir y fue casi una obligación escribir ese primer libro cuyos dos mil ejemplares, salvo algunos cuantos regalados y un puñado vendido en un lanzamiento absurdo con parientes, aún están en el armario de mi estudio, más amarillos que el tiempo, mas tiesos que su propia muerte de nacimiento. Pero este segundo, editado por amistad con la plata de un amigo lo leyó un crítico de El Heraldo y por vengarse de no sé quien lo comparó favorablemente con su novela. A veces las cosas están escritas.

Hoy miro hacia atrás y recuerdo cuando volví a conocer a aquella jefe editora que me acusó de plagio. Me resultó divertido que, ahora, acusara a mi plagiador, pero era comprensible, ya que ella no me conocía y yo ya no era yo sino otro diferente, y con el paso del tiempo era muy difícil que me recordara. Sólo recordaba el suceso: "Era un tipo oscuro y extraño. Traía varios tomos empastados, de papel ordinario, con esos escritos en los que reconocí de inmediato largas frases suyas, aunque a ratos, sin ser capaz de sostener el estilo, se hacía penosamente pobre". Después se extendió en un discurso de halagos y me aseguró que desde siempre había propuesto al comité editorial que consideraran mis obras en sus planes. Me confidenció que me seguía como lectora fiel desde aquel entonces en que , por desgracia sin éxito, cada año, ella postulaba mis novelas como finalistas al premio de la editorial. "Sí, sí" sonreí, "en ese tiempo yo era sólo un seudónimo y yo mismo, en cambio, empastaba en cartón barato, mis novelas escritas en papel tres veces reciclado que me regalaban en la papelera". Sin comprender del todo, hizo una sonrisa vacía. "¡Qué tiempos tan añorados!" dije, con sinceridad. "En ese tiempo yo era yo y sólo aspiraba a ser yo". Tal vez me ausenté un momento, perdido en mis recuerdos cuando dije: "Después, sólo por casualidad, llegué a serlo y a veces, casi siempre, quisiera volver a ser yo, pero el tiempo se ha ido, amarillo como los papeles de esos tomos que usted recuerda".

Ese día tomé conciencia que lentamente mi nombre se había ido borrando hasta que en ese momento Federico Márquez, al fin, había desaparecido. Sólo era Iñaki Irizarri y Márquez era un confuso recuerdo, ¿O, nada más, un invento?. Hoy, tantos años después, a veces recuerdo quien era, cuando algún amigo esencial me visita en mi estudio y entonces le regalo uno de aquellos mil doscientos ejemplares de ese primer libro que fue el fiel en torno al cual se desequilibró la balanza hacia este lado del destino de mi vida, convirtiéndome en mi seudónimo, o en lo que tanto quería ser, sin saber.

Kepa Uriberri