La verdadera muerte de un presidente,
según Gabriel García Márquez

Con motivo de cumplirse, en el año dos mil tres, los treinta años de la muerte trágica de Salvador Allende, Gabriel García Márquez escribió un relato titulado "La verdadera muerte de un presidente", que reproduzco más abajo, después de mis comentarios. Al cumplirse, ahora cuarenta años del golpe militar en Chile, vuelvo a publicar, para homenaje de la verdad, este artículo.


Sin duda alguna Gabriel García es un gran escritor en cuanto al uso del lenguaje. Su precisión, la lírica, el encaje de relojería de los términos convierten en un placer cualquier lectura que de él se haga. No obstante, sus temáticas son altamente míticas, muy contaminadas de fantasía y llenas de libertad narrativa.

Este texto no es una excepción. Hubo, en el entorno de mil novecientos setenta y tres innumerables versiones de la muerte de Salvador Allende. Su calidad de orador lo había elevado, lleno de carisma, a los pedestales más altos de los caudillos. No es un pecado, ni es malo, sino todo lo contrario, deseable, que quien guía y encabeza movimientos sociales ame el poder político y lo busque, lo desee y lo ejerza. Un guía fuerte no puede carecer de poder e imagen. En el momento en que los pierde, fracasa.

Allende, para su desgracia, nunca concitó entre grandes sectores, el apoyo y admiración irrestricta, que sus partidarios duros le tuvieron siempre. Si bien le reconocían la capacidad de guiar al pueblo de los niveles sociales más bajos, ilusionados con una revolución que jamás llegaría y se fue enredando entre intereses faccionales. No se puede negar que su carisma y el sueño de una revolución imposible atrajo el interés y apoyo de muchos, aunque más alrededor del mundo que en el ámbito político chileno, donde nunca llegó a sobrepasar más allá del cuarenta y dos por ciento del voto popular, que en aquel entonces era mucho más masivo que hoy en día, cuando la política sólo se llama de izquierdas y no entibia siquiera. Desafortunadamente el apoyo político de sus propios partidos se fue deshilachando en luchas intestinas por la precedencia y la influencia interna. Sus más cercanos se tornaron en su peor apoyo y en la causa de la división polar del país todo.

Para el once de septiembre de mil novecientos setenta y tres Allende había programado el anuncio de un plebiscito, que esperaba le diera el apoyo que no tenía ni en sus propios partidos. Se dice que ese discurso de anuncio quedó hecho y listo para ser leído el atardecer del once, pero lo madrugaron las fuerzas armadas, quizás temerosas de un nuevo impulso que alargara la agonía de un régimen lleno de dificultades y enemigo irreconciliable de los poderes económicos, sin los cuales (lo han visto sus renovados seguidores y sucesores) era imposible gobernar.

Amanecimos el día once de septiembre con la capital, el puerto de Valparaíso, y otras grandes ciudades virtualmente tomadas por las fuerzas armadas. No es verdad que el pueblo haya salido a luchar a las calles, a defender su gobierno o nada. Trabajaba, yo mismo, en ese entonces en una empresa estratégica destinada a controlar todo el transporte rodante, tanto de pasajeros como de carga. Nadie, salvo algunos de nosotros que habíamos demostrado alta capacidad técnica y prescindencia política, trabajaba ahí sin un fuerte compromiso con los postulados de la Unidad Popular. Ese once de septiembre, quienes eran los más altos dirigentes políticos, quienes quizás tuvieran la misión de organizar la resistencia, no llegaron a la empresa: No puedo saber las razones; sólo sé que sin ellos, la base de apoyo se fue a refugiar a sus casas. Nuestra empresa estaba en lo que se llamó uno de los cordones industriales más poderosos. Sus gentes pudieron, de haber estado organizados, detener y cortar el flujo comunicacional y físico de la mitad del país. ¡No sucedió!. La gente del sector se fue en paz a sus casas, sobrecogida o vencida, silenciosa o esperanzada. Esto se repitió a lo largo y ancho del país. No fueron más que algunos idealistas o locos, los que se quedaron en alguna industria, o más en universidades y tuvieron la suerte de quienes hoy son venerados y entonces sólo fueron mártires inútiles.

El propio Salvador Allende dio por perdida la batalla y la guerra a las diez de la mañana con su último célebre discurso emitido por Radio Magallanes, que lloraron miles y miles de partidarios y enemigos de la falta de libertad, que sospechamos varias décadas de dictadura y peso de las botas y charreteras: "Más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre..." ¡Qué uso del lenguaje tenía ese hombre!. Tal vez eso despierta la admiración y la fantasía mítica de Gabriel García, que lo pone en lucha casi cuerpo a cuerpo con Palacios. ¡No fue así!.

Salvador Allende hizo salir a todos, incluso a sus propias hijas y a sus colaboradores cercanos. Algunos se negaron: Olivares, Apey, otros. No eran una fuerza de resistencia. Eran un último acto heroico político necesario. La caída de la dictadura, en buena medida, pudo incubarse gracias a ese acto heroico, que dejó alto y digno los ideales de la democracia y de la izquierda.

Bien lo sabe un caudillo, que en esas circunstancias un error de cálculo no sólo compromete su suerte personal, que no es lo que, de seguro, lo ocupa en ese momento, sino que compromete la suerte futura de sus seguidores y sus ideales. Si Allende espera y resiste a sus sitiadores, que tarde o temprano llegarían a él, habría sido apresado y degradado, dejando una triste imagen de fracaso. Las fuerzas armadas sabían que si lo victimaban sería un héroe que plasmaría para siempre su carisma: Allende no fue asesinado. Tampoco podía caer en la lucha. Los militares fueron extremadamente cuidadosos en esto y Allende sabía que lo serían.

Salvador Allende no era un advenedizo, no era producto de casualidades, no era un aventurero. Él sabía que había fracasado y que el único legado que podía dejar, estaba atado a su muerte. Entonces, cuando ya no hubo más resistencia, cuando los militares entran, finalmente, a la Casa de Moneda, puerilmente descrita por García como fría, siútica y pobre, desconociendo la riqueza histórica del palacio, ignorante de que la Casa de Moneda original era apenas una parte muy pequeña del actual palacio, ignorante de que los más recordados presidentes de la república vivieron ahí y que ahí se ha forjado la parte más sustancial de la historia republicana; entonces se retiró a su oficina particular, se sentó en su sillón presidencial de trabajo y culminó la participación que le correspondió desempeñar en la patria de la única forma que podía hacerlo un gran hombre: Solo, porque nunca descargó en otros la responsabilidad que debía sostener él mismo. Solo, porque no podía exigir a otros que lo siguieran por un camino difícil que requiere tanta más valentía que enfrentarse a tiros con un uniformado de tercer orden. Solo, porque los grandes hombres siempre están solos. Nosotros sólo los miramos desde la distancia.

Kepa Uriberri




La verdadera muerte de un presidente

Por Gabriel García Márquez
Septiembre de 2003, al cumplirse 30 años del golpe militar de 1973 en Chile

A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad. La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.

La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder. Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.

Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.

Resistió durante seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.El periodista Augusto Olivares, que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en la asistencia pública.

Hacia las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró llegar hasta el segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.

Allende conocía al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso, que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los EE.UU. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: "Traidor", y lo hirió en la mano.

Allende murió en un intercambio de disparos con esa patrulla[*]. Luego todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial le destrozó la cara con la culata del fusil.

La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la Sra. Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.

Había cumplido 64 en el julio anterior y era un leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua, con esquela perfumadas y encuentros furtivos.

Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.

El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre.


[*] Ya para los años noventa, hacia fines de la dictadura militar en Chile, nadie dudaba que Salvador Allende se había suicidado con el fusil que le regalara Fidel Castro, sentado en su escritorio de trabajo.