La carta

A Paulina

Los días de navidad están, aunque no siempre, llenos de sentimientos encontrados: Alegría, nostalgia, anhelos, decepciones, y así. Pocos días antes de su llegada el verano se instala pleno, lleno de flores y perfume. Sin embargo, hay gente tan sola.

Fue la cuarta hija de misia Isaura, la menor. Entonces su madre la eligió para cuidarla. Mientras sus hermanas crecían y se casaban, la Moronga cuidaba a su madre. Al dejar la niñez, murió en vida, atendiendo caprichos: "Moronga, pásame las píldoras", "¿De qué me sirven, si no me las traes con un vaso de agua?. ¡Anda a traerme agua!". La adolescencia pasó llena de sueños sin destino, sentada junto a una ventana, viendo pasar la vida al lado de afuera: Cada joven que pasaba por la vereda del frente, y que encendía anhelos irreales al echar una mirada hacia su ventana, o pasear su cuadra, recibía nombres de fantasía que jamás serían sustituidos por el verdadero: El Estudiante que paseaba fingiendo leer, y se detenía frente a la casa, casualmente, siempre. El Largo era muy alto, El Corto: bajito. El Poeta llamaba a ese de bigotín y pelo desusadamente largo, que un día logró deslizar una poesía debajo de su puerta. Estaba El Abogado que tal vez fuera comerciante, y el Arquitecto, que probablemente sólo era bohemio, y tantos otros que le gustaba recordar. Cuando pasó la adolescencia, cuando ya fue mujer, vivía encerrada bordando junto a la misma ventana, satisfaciendo los caprichos de misia Isaura. Sólo salía, cuando podía, muy temprano, a misa de seis y media de la madrugada, siempre que lograra evadir el crujido del tercer peldaño de la escalera. Si en cambio crujía, como un eco en sincronía, respondía la madre.

- Moronga: ¿Adonde va hija?.
- A misa mamá.
- De pasadita, entonces, prepáreme una tacita de té. Que no esté muy caliente.

En que el agua hirviera, en enfriarla, en preparar el té, el tiempo se iba.

- Aquí está su té, mamá.
- ¡Uuuh!, pero lo enfrió mucho. Caliéntelo un poquito hija.
- Mamá: Voy a llegar tarde a misa.
- No te demoras nada. ¿O es que no quieres a tu madre?.
- ¡Ay!, mamá. Si la quiero. - Sonaban las campanas que indicaban que faltaban cinco minutos.
- Ahora sí, mamá, está calentito.
- Sí pero tiene espuma. Esta agua no estaba hervida - Sonaban las campanas que indicaban que la misa había comenzado.
- Voy a hervirle agüita nueva, mamá.

El tiempo que no espera, fluía, fluía, como agüita clara.

- Ya mamita. Ahora si. Sin espuma. - Miraba, en su marco de caoba oscura, con su vaivén pertinaz, las seis y cuarenta del antiguo reloj. El señor cura estaría leyendo el salmo: "Condúceme a las aguas del solaz, que a mi alma reconforta".
- ¡Puaj!. Está intomable - escupía misia Isaura. - Está muy dulce, échele más agua.

"El Señor hizo en mi, maravillas: Santo es mi Dios". Con resignación partía a echar más agua al té.

- ¿A ver ahora, mamá? - El reloj ya pasaba de un cuarto para las siete, aprisionado en caoba.
- ¡Está aguado pues!. ¡Intomable!. ¿Es que no puedes hacer una simple taza de té?.

Tic tac, tic tac, se dio cuenta que el reloj iba advirtiendo con cada segundo, mientras iba otra vez rumbo a la cocina, el paso del tiempo. Volvió con una bandeja, que portaba una tetera de porcelana, un jarrito con agua humeante, otro con agua fría, un azucarero con terrones, y otro con azúcar en grano. Miró la hora al entrar: Las manecillas corrían a marcar cinco para las siete, mientras el señor cura predicaba sobre la parábola del pobre Lázaro. "Si se entusiasma con su propia voz, podría tener suerte, y llegar a las siete, al término de la prédica" pensó la Moronga. "Igual sería misa entera" se dijo.

- Aquí le traigo mamacita, para que se sirva a su gusto. - Le puso la bandeja sobre los muslos.
- ¡Mmmh!. Écheme té.
- Avíseme cuando esté bien. - Comenzó a verter el té.
- ¡Está bueno! ¡Está bueno! ¡Está bueno! ... Mucho. Sáquele un poquito - La Moronga devolvió un poco desde la taza a la tetera.
- ¿Está bien ahí?.
- Sácale otro poquito - la Moronga obedeció -. ¡Pero no tanto!.
- ¡Ya!. ¿Ahora sí? - En su marco de caoba ancestral, el tiempo mereció siete campanadas. El señor cura siempre comenzaba en alto volumen, para ir decreciendo, hasta llegar al murmullo rutinario: "CREEEoo en Dios padre todo podero..." hasta señalar el término en un crescendo: "... la carne, y en la vida perdurable. AMEN".

Misia Isaura echó dos terrones, y una punta de cuchara de azúcar granulada, de la cual escatimó una mínima cantidad que devolvió al azucarero. Revolvió con infinita paciencia, tres veces siete vueltas hacia cada lado.

- Hasta un dedo del borde - dijo, indicando con una mano huesuda y enjoyada, vagamente, el jarrito de porcelana con agua humeante.

Mientras servía vio el reloj macar, mientras su péndulo inexorable sólo latía igual, las siete y siete: "Sancto santo santo Domine..." latinaba el señor cura. "Si me apuro, alcanzo a comulgar, al menos" pensó.

- ¡No tanto! - atajó la madre.
- ¿Fría?.
- Apenitas un poco.

Otra vez siete vueltas a la derecha y siete a la izquierda, tres veces. Una probadita con la cucharilla de plata labrada.

- Esto nunca se hace en sociedad, Moronga. ¿Usted sabe?. La cucharilla jamás se chupa, ni menos se sorbe -. Sorbió suave, finamente, para no quemarse. El calor estaba bien: Sorbió todo el contenido de la cucharita.
- ¿Le quedó rico, mamita?.
- ¿Qué té es este?
- El mismo de siempre...
- Está pésimo, pues.
- Que raro, mami, lo acabo de preparar.
- ¡Mire!: ¿Sabe?; no quiero nada. En esta casa todos toman un desayuno estupendo, menos yo. A mi siempre me toca una porquería.

Tic tac... tic tac... miró compungida el reloj: Las siete y veinte. "Corpus Domini nostri Iesu Christi custodiat animam tuam in vitam eternam... Amen" terminó de comulgar la última beata en el reclinatorio.

- ¡Ya pues!. ¡Ándate a tu misa!... ¡Si eso es lo único que te importa!. Para qué tienes madre. Ya sé bien que estoy vieja, y le sobro a todo el mundo... Sólo soy un estorbo... ¿Qué esperas?: ¡Ándate a tu misa!

Una campanada del reloj, al centro de la valiosa madera oscura, señaló las siete y media. En breve estarían las beatas, con sus velos negros en la cabeza, y las medias arrugadas en las canillas, y sus caras agrias, pasando de vuelta de misa. Muchas traerían bolsas a cuadros rojos con humeante pan amasado, recién horneado, con aroma a aire libre. Sentirían frío en las narices, plenas de libertad, y el color satinado de la salida del sol con su tibieza nueva, barruntaría un día realmente hermoso para ellas.

Se sentó con su bordado, junto a la ventana, a verlas pasar, soñando ser una de aquellas felices beatas.

Cuando, por el contrario, el tercer peldaño de la escalera no crujía, y la Moronga lograba pasar incólume el terrible obstáculo, salía con el corazón agitado de alegría, y hacía el camino a la iglesia en la penumbra, húmeda de rocío del amanecer. Se distraía con el vaho de su aliento, y el frío en su cara, que le sonrosaba las mejillas. Contaba las beatas que entraban con ella a misa, con sus velos negros, sus abrigos largos, y las medias arrugadas en las canillas. Casi todas ellas llevaban sus bolsas a cuadros de diversos colores, para comprar el pan, de vuelta de misa. En estas ocasiones, la Moronga le pedía a Dios, con devoción, que no le diera demasiado buena salud a su mamacita, para que no tuviera que sufrir muy largamente en este valle de lágrimas, preludio, tan sólo, de toda felicidad verdadera. "Jesusito mío" rogaba, "no sé si esto sea pecado de intención maligna, pero no me pruebes tanto, con años y años de servicio a mi mamita, a la que tu voluntad hizo insoportable. Disculpa señor la insolencia, pero es la verdad, y si no te lo digo a ti: ¿A quién?. Y si no te lo digo ahora ¿Cuando?". Después volvía santificada, y muy lentamente a la casa, a servir el desayuno a su mamita que bramaba de hambre e indignación por el abandono. Por el camino se distraía con todo aquello que sólo en estas ocasiones podía tocar su atención. A veces con algún precioso varón madrugador, al que miraba tímida y furtivamente, como al fruto prohibido de la vida. Otras con la lenta aparición del sol que iba dorando todas las luces grises de la amanecida, o con el trino de los chincoles en las antiguas acacias, y también con un gato de color indefinible, que señalaba su vago linaje. Rara vez la abordaba alguna beata de velo negro, de largo abrigo marrón, y arrugadas medias, y la aburría hablando de cosas domésticas, y le preguntaba por su mamita, a la que alababa por su bondad, su estampa hermosa y señorial, y su bondad, y también su bondad, además de su fina estampa de reina y su gran caridad y bondad, pero sobre todo su bondad y fina estampa aristocrática. Como fuera, en todo caso estos días casi siempre quedaban inscritos entre los de alguna felicidad. Sin embargo al terminarse el paseo, volvía al servicio de la madre, y el inútil bordado y a la ventana, desde donde veía pasar el día, las semanas, muchos meses, y tantos años. Desde ahí espiaba a la vecina nueva, cuando salía con el cochecito a pasear al niño, a las empleadas domésticas cuando salían a coquetear con el carabinero, a don Jacinto, que a las tres sacaba su silla de paja, y se sentaba bajo la acacia, junto a la acequia de regadío, a capear el calor con una piedra plana, enfriada en el agua corriente, sobre la calva, bajo el sombrero hallulla de pita. Don Jacinto miraba inexpresivo pasar la gente, con las manos sobre las rodillas, mientras la Moronga desde su ventana se distraía adivinando cuando se sacaría la piedra del sombrero, y la metería de nuevo, al agua, y al revés. A veces don Jacinto la descubría, y sujetando la piedra bajo el sombrero, la saludaba con una breve inclinación de cabeza, y el rostro sin expresión.

De este modo vio pasar, bordando en su ventana, sirviendo a su madre, y escapando a misa de cuando en cuando, tantas primaveras, tantos veranos intensos, tantos inviernos fríos, y tantos dorados otoños, tantos, que finalmente llegó el propio. Entonces, algún día que las hojas secas revoloteaban en el patio, y se arremolinaban en las esquinas de las calles, cuando el amanecer apenas dejaba ver los negros nubarrones, de mal presagio, que cubrían el cielo de mayo, cuando la Moronga piso el tercer escalón, se quedó petrificada en su crujido, esperando el llamado de misia Isaura: "¡Mhijitaaaa....!". Pero el llamado no llegó. "Un, dos, tres, cuatro..." contó, hasta llegar a diez, y bajó otro escalón. El silencio fue total. Siguió bajando, atenta, lentamente, toda la escala. Casi en puntas llegó a la mampara, salió, y cerró. Corriendo atravesó el pequeño patiecito delantero, y con la respiración agitada, aspiró el aire tibio que presagiaba lluvia. Algo había en el aire, en el ambiente, que le inquietaba. "Confíteor Deo omnipoténti Deis, et vobis, fratres, quia peccávi nimis gongitatióne, verbo, ópere et amissióne. Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa..." oró la Moronga, con especial compunción, que no acertaba a entender de donde provenía. "Corpus Domini nostri Iesu Christi custodiat animam tuam in vitam eternam" dijo el señor cura, y le metió en la boca la redonda galletita blanca, con su pulgar moreno húmedo de saliva de todas las beateas de la feligresía. "¡Amen!" dijo la Moronga cerrando la boca, y los ojos, a la vez que agachaba piadosamente la cabeza. Se levantó del reclinatorio, y ya en su asiento, casi sin saber por qué, se sorprendió pidiendo a Dios por el alma de su mamita.

La lluvia caía sin piedad alguna, de manera que corrió a su casa, no sin ir mirando siempre al cielo, para sentir el agua libre, que le empapaba, generosa, la cara. Entró a la casa silenciosa y oscura, y la sintió tan grande y sola como nunca antes la habían hecho sentir sus doce habitaciones, y sus tres salones en desuso perenne. Arrugando el ceño, se asomó por el hueco de la escala, y gritó hacia arriba: "¡Llegué mamitaaa!". El mismo silencio que sucedió al crujir del tercer escalón, respondió a su saludo. "¿Mamá?" gritó mientras subía.

Un cuarto de la cuantiosa fortuna de misia Isaura Castellón, viuda de Durham era mucha plata para quien, hasta entonces, nunca había vivido, y no tenía con quien gastarla. Tal vez por eso, la Moronga se fue sola, a pasear por Europa, hasta que su falso glaomour la sorprendió un día en la estación de Grenelle en París, con sus aromas a sobaco, y su lengua gutural, entonces, pasando por Rusia, atravesó los Urales, la meseta de Kazajstán, se perdió tres meses en el norte de la China, hasta que se supo de ella en Hyderabad en Pakistán, en una expedición al desierto de Thar en la India, donde volvió a desaparecer por otros seis meses, hasta que aburrida de lo que llamó la inmundicia exótica, apareció de repente en Churchill en la Bahía Hudson al norte de Canadá. Desde ahí envió una carta en la que incluía una larga lista de nombres de lugares que había visitado, donde mencionaba, entre otros, Lelouma y Kerguané en Guinea, Antalaha en Madagascar, Nampuya y Kelimane en Mozambique, Palo Seco en Arizona, Stillwater en Oklahoma, París en Tejas, París en Illinois, París en Arkansas, París en Minnesota, y París en Idaho.

Cuando llegó de vuelta a Chile, parecía otra, pero era la misma mujer solitaria, y sin un destino en la vida. Acostumbrada a servir a otros, lo único que podía hacer era integrarse a un movimiento carismático de iglesia, y a una institución de ayuda a las madres solteras en riesgo social. Aquí conoció a la señora Peti, que era secretaria privada de la senadora Vegas Rioseco, quien la invitó a su grupo de jugadoras de canasta, y la integró a su círculo social, donde conoció a su Morongo.

El Morongo fue siempre el niño de su mamá, hasta que esta murió, y pasó a ser el bello figurín de su mujer, que tenía una gran fortuna y poca paciencia, de manera que cuando su hombre se hizo rutinario, y viejo, lo reemplazó por otra más joven, y más ávido de gastar el dinero ajeno. La Moronga que nunca había conocido hombre alguno, sintió por este viejo, que circulaba entre viejas canasteras, una ternura enorme, que confundió con amor tardío, y se casó con él, para compartir su cuarto menguante de fortuna familiar, y paliar sus soledades personales. Antes de diez años, su Morongo comenzó con actitudes extrañas.


- ¿Como amaneció mi Morongo?
- Bien, Moronguita, pero... no encuentro mi estuche con lápices de colores...
- ¿Qué estuche es ese, Morongo?
- El que usted me regaló cuando cumplí siete años: ¿No se acuerda?
- No Moronguito, no me acuerdo, ¿Cuándo dice que fue eso?
- Cuando cumplí siete, pues. ¿No se acuerda que me puse mis pantalones verdes, y vinieron mis amigos del colegio?

En una ocasión se despidió, inesperadamente, y de manera rara: "Me puse mis zapatitos negros, para salir a pasear. ¡Adiooos!". La Moronga no alcanzó a preguntarle a donde iba. A las cuatro de la tarde, ella estaba asustada, cuando recibió un llamado telefónico.


- ¿Aló, esta es la casa de la Moronga?
- Sí, soy yo, ¿con quien hablo?
- Señora, aquí tengo un caballero - la mujer dio todas las señas que había obtenido del Morongo y explicó cómo había dado con ella -. El me pidió que lo llevara en mi auto, pero me dijo que siguiera derecho, que era más allá... más allá. ¡Siga no más!, es más allá. Me pasé unas veinte cuadras de mi casa, y él me dice que es más allá. Ya no lo puedo llevar más allá, porque estoy en la subida de la cordillera, y no quiere bajarse del auto. ¿Usted lo puede venir a buscar?
- Pero eso es muy lejos de mi casa. Yo vivo a unas cuarenta, o cincuenta cuadras de ahí.

Desde entonces, cada vez que la Moronga se descuidaba, el Morongo se escapaba, y aparecía en los lugares más insólitos. No era extraño que la llamara el administrador del circo Los Tachuelas, dando sus señas: "Señora Moronga, don Morongo está aquí sentado en la galería desde las nueve de la mañana. Ya terminó la última función, y no se quiere ir". O lo encontraban sentado en el centro cultural Mapocho, esperando el tren de las seis a Viña del Mar: "Es que estoy de vacaciones de verano" explicó cuando le dijeron que el edificio ya no era estación de trenes. Para cuando fue necesario empezar a dejarlo con llave dentro de la casa, cuando comenzó a orinarse en la cama, cuando su conversación ya tenía siempre un tono pícaro y aniñado, la Moronga volvió a sentirse prisionera y esclava del ser que más amaba en el mundo, y con el alma adolorida lo dejó en un asilo. Cuando lo iba a ver, los jueves por la tarde, según el reglamento del asilo, el Morongo la esperaba con los ojos brillantes, y sobándose las muñecas.


- ¿Nos vamos de vacaciones, Moronga? - decía.
- Sí, mi Morongorongo. Nos vamos. ¿Qué le pasa que se soba tanto?
- Es por el castigo. La profesora me castiga porque me porto mal.
- ¿Cómo es eso, mi Moronguito?
- La profesora me deja castigado en mi silla, pero no puedo acusar porque me vuelve a castigar.

Cuando la Moronga llegó de improviso, sin avisar, al asilo, el miércoles, y se metió furtivamente a la pieza del Morongo, lo encontró sentado, contra la ventana, con las canillas pegadas a las patas de la silla, y las manos aferradas a los brazos de ésta. Parecía observar el panorama de las bugambilias que crecían, en completo desorden, en el fondo del patio, pero al acercarse se dio cuenta que tenía las piernas amarradas a las patas de la silla, y las muñecas atadas a los brazos de ésta. Lo desató, y se lo llevó de ahí, sin hablar con nadie.


- ¿Vamos a pasear, Moronga?
- Sí, mi Morongongo.
- ... ¿Y mis zapatitos negros?
- No los necesitamos, Morongo...
- ... ¿Pero... es que no vamos de paseo?

Durante siete años, y treinta y cuatro semanas, La Moronga cuidó, como una esclava, a su Mornogo, que había perdido el juicio, con tal que viviera una vida confusa de adulto y niño, en la que ella era madre y celadora. A veces él se escapaba, a pesar de todo, y aparecía en Pedro de Valdivia con Providencia pidiendo plata, o en Irarrázabal con José Miguel Infante, exigiendo que lo llevaran a los automovilistas: "Voy para allá, señor, le rogaría que me encaminara", y se subía al primer vehículo que llevara la puerta sin seguro.


- Estoy muy cansado Moronga. Me voy a quedar sentadito aquí.
- ¿De qué está cansado, mi Morongón, si no ha hecho nada hoy día?
- No sé de qué será. Amanecí cansado. ¿Puedo descansar los ojos, mi Morongota?
- Claro mi Morongoto, descanse sus ojitos preciosos.

El Morongo cerró los ojos, y se le olvidó respirar. Tampoco abrió los ojos, nunca más. No sé si para la Moronga fue una tragedia o un descanso; sí sé que se llenó de una tristeza melancólica, que no le era propia, y que no la abondonó hasta el fin de sus días. Se había acostumbrado a disculparse de asistir a los té canasta con la Peti, y el grupo de acción social. Vivía como en su adolescencia, sentada junto a la ventana de su departamento, mirando pasar la monótona vida del barrio. Siempre los mismos niños que pasaban en bicicleta, la misma empleada doméstica que coqueteaba con el mismo mayordomo del edificio del frente, el mismo hombre moreno y alto, de pelo entrecano, que entraba furtivo a la casa de la esquina, después de las once; la misma rubia teñida de ropa breve que salía a comprar pan a las cuatro, y los mismos ancianos que casi al ponerse el sol salían a pasear tomados del brazo. Tan embelesada estaba, viéndolos pasar, y recordando a su Morongo ausente, que se le quemó el pan en el tostador. Otro día olvidó cerrar el agua en la tina de baño, y el agua corrió por los pasillos y las escalas del edificio. Cuando los percances se hicieron frecuentes, algún vecino preocupado ubicó a una sobrina, que la declaró incapaz de cuidarse sola, y la metió en un asilo, y se olvidó de ella, aunque no de sus bienes. Ahí la encontró la señora Peti, en una pieza helada, sin calefacción, con un colchón de esponja flaca, en una cama sin sábanas, que reflejaba la calamidad general del lugar.

La Moronga había sido especialmente cariñosa con mis hijos, y conmigo, y cuando Osvaldo estuvo sin trabajo fue una importante ayuda para mi familia. Así fue que, cuando supe por la señora Peti, que la Moronga estaba en un asilo en malas condiciones y muy sola, la fui a ver. Era el mes de agosto, y había llovido tan intensamente que la cordillera estaba completamente nevada, y proyectaba sobre Santiago su frío blanquísimo y penetrante. La Moronga estaba en una pieza que goteaba los restos de lluvia, y donde la crueldad del frío no era creíble. Le pregunté si no tenía una estufa, y me contestó que no le permitían tenerla, así que se la habían quitado, y estaba en el dormitorio de la cuidadora. Pedí hablar con la encargada y protesté, de modo que la Moronga recuperó, tal vez sólo por un par de días, su estufa. La fui a ver con cierta frecuencia durante un tiempo y la encontraba siempre sola, cada vez más ensimismada, y luego, como suele suceder, las visitas se distanciaron. Para diciembre, mientras compraba algunos regalos de navidad, recordé a la Moronga, y la tremenda soledad que estas fechas significarían para ella. Estuve buscando algo para llevarle de regalo, pero: ¿Qué se le regala a una vieja sola, que casi no sale de la pieza en que está recluida?. ¿Cómo regalarle algo a alguien que podría tenerlo todo?. Pensé que lo único que necesitaba era cariño, pero eso era lo único que no se podía comprar, y era lo único que no se podía regalar empaquetado. Decidí entonces, que lo mejor era escribirle una carta, explicándole por qué hubiera querido regalarle algo, y lo que ella había significado para mi, en un momento muy difícil.

"Señora Moronga; hubiera querido hacerle un regalo maravilloso" le escribí. Le expliqué lo importante que fue su apoyo para mi familia, y para mi. Le escribí que ningún regalo mostraría el agradecimiento, y el cariño que quería expresarle, y que "nada que se compre con plata alcanzará a pagar su generosidad". Por último, le decía que su sencillez y amistad, en momentos, que para mi, fueron tan difíciles han logrado que la tenga siempre en el corazón, aun cuando no pueda visitarla tanto como me gustaría. Fui a verla el día de navidad. Era ya media tarde, y nadie se había acordado de ella. Tal vez por eso la sorpresa de mi visita la alegró tanto, y cuando le entregué la carta, explicándole por qué se la había escrito, la estrechó contra su pecho, como si hubiera sido un regalo muy anhelado. De alguna manera consiguió, como una concesión muy especial, que le prestaran una bandeja algo sucia, y a mal traer, dos tazas de loza de distinto juego y picadas que ya venían con una cantidad de azúcar mínima en el fondo. En una tetera del juego de una de las tazas traía agua hirviendo, donde se remojaba una triste bolsita de té. La Moronga me sirvió como si se tratara de un té de calidad inglesa, y el juego fuera de porcelana china finísima, y ella misma estuviera sirviendo en el salón de Lady Goldcrown.


- Así se siente más dulce - dijo sonriendo.
- Usted me endulza el corazón - le contesté.

Mientras tomábamos el té ojeó la carta, y disimulando la emoción la dobló y la guardó.


- Es mejor que la lea después con calma.

A principios de marzo, el otoño había caído helado y triste, y una llovizna pertinaz apretaba el ánimo. Cuando recibí la noticia del asilo, corrí a ver a la señora Moronga. Había muerto la noche antes, y parecía haberse quedado dormida. Tenía sobre el pecho, como si las hubiera estado leyendo, unas hojas amarillentas y ajadas, de tanto sobarlas. Cuando las retire de sus manos y su pecho frío, pude ver que era mi carta. La cuidadora me dijo que pasaba las horas releyéndola, y que se la mostraba una y otra vez a todas las compañeras y cuidadoras del asilo. Esa carta había sido su compañía permanente.

Kepa Uriberri
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