Juego con arquetipos

En medio del amplio prado, bajo la bóveda azul, desde donde podía verse cualquier horizonte, el niño lanzó su mirada curiosa, hasta alcanzar ese alto árbol solitario, que parecía clavarse en el cielo. Corrió intentando alcanzarlo. Nada más había. Al día tercero encontró un camino que, sesgando, conducía al árbol. El día siete se sentó a la vera del sendero, junto a la rosa. El árbol aún estaba lejos. Cuando quiso continuar, el camino se había abierto en dos, tal vez uno de ellos conducía al hogar en forma inextricable, quizás junto al árbol esperaba su padre: ¿Cuál tomar? ¿Cómo saber?. Eligió el de la rosa, luego de arrancarla sin piedad. Después de tres días vio cómo el camino conducía a un alto árbol cuyas ramazones desnudas parecían penetrar el cielo. Creyó que junto a él estaba el hogar. Caminó por siete días, hasta la encrucijada donde crecía la rosa. Dos caminos partían de ahí. Creyó que uno de ellos lo conduciría al árbol que señalaba el camino del árbol, junto al cual esperaba su padre. El otro lo habría de llevar al hogar. ¿Cuál de ellos sería cuál?. ¿Cuál el del árbol?, ¿cuál el del hogar?. Escogió cortar la rosa y seguir el curso que ésta señalaba. Así tal vez, donde debía, debería llegar.

Esa noche durmió sobre el amplio prado bajo la bóveda oscura del cielo ennegrecido que ocultaba todo horizonte. Al despertar el azul iluminó de nuevo y el espacio inconmensurable fue suyo. Buscó en el horizonte lejano aquel árbol alto, con la mirada ansiosa, hasta que vio sus agudas ramas clavadas en el cielo. Corrió a alcanzarlo. Nada más. Tres días con sus noches corrió hasta aquel camino al sesgo que bajaba hasta la majestuosa silueta con sus altas ramazones desnudas. El séptimo día encontró la rosa, a la vera del camino, junto a la cual se detuvo a descansar frente a la encrucijada que lo dividía. Sabía que uno de los caminos lo conduciría al árbol a cuyo abrigo estaría su padre, mientras el otro terminaba en la puerta de su hogar. Arrancó, de forma inextricable, la rosa y siguió el sendero de su vera, sin preguntarse ¿Por qué?. Así sucedió por siete veces siete y al dormir y despertar el sétimo día, estaba en su lecho y a su lado había crecido un árbol alto cuyas ramazones desnudas se clavaban en la bóveda del cielo. Entonces se miró las manos y vio que él mismo era su propio padre.

Kepa Uriberri