Húngaro




Dijo; para sí mismo: "Es un húngaro: Usa un anillo demasiado grueso y labrado en el dedo meñique". El húngaro miraba distraído, con el ceño ligeramente bajo, como si estuviera concentrado en cierta idea fija. En algún momento sus miradas se cruzaron, pero para el magiar los ojos del otro no tenían significado alguno, aún cuando él creyó notar ese desprecio que suele haber en la mirada de ellos, de manera que sostuvo la suya. Sin embargo, aquél siguió fluyendo sin detener su atención. Sólo le pareció, a su observador, que había apretado imperceptiblemente los labios. Nada más.

El viaje se prolongó varias estaciones más. Aun cuando el hombre intentaba no volver a mirarlo, de modo de no arriesgarse a parecer interesado en él, lo que podría, más que molestarlo, despertar ese orgullo que parecen tener los húngaros cuando son extranjeros en tierras foráneas, cada tanto, involuntariamente lo encontraba en su campo visual; en especial ese anillo, quizás de plata, muy grueso y labrado de modo ostentoso.

Entonces recordó a ese otro húngaro. Era alto, calvo, no usaba ningún anillo y se cubría la cabeza con una boina negra, sencilla, con un corto rabito al centro. Tenía una mirada diáfana y triste, aunque serena. Recordaba que por aquel tiempo tenía cerca de noventa años y no fumaba pipa, quizás porque se había quedado solo. Quizás porque se había quedado solo, ese día cualquiera compró un arma de fuego y se descerrajó un tiro en el parietal izquierdo. Nueve meses después caía el muro de Berlín. Lo recordaba con su boina y ese abrigo grueso, que parecía quedarle grande. Lo había conocido en la ciudad de San Diego, por casualidad, en el Café Sevilla, donde solía sentarse solo en un rincón cerca de la entrada. Cuando lo vio por primera vez pensó que era polaco, por lo triste de su expresión que daba la idea de cavilar siempre, pero era demasiado alto para ser polaco."Es un ruso" concluyó. Pero al fin, como él mismo también estaba solo, decidió sentarse en su mesa y supo que era húngaro.

En ese momento el húngaro del anillo labrado se puso de pie. Le pareció que al hacerlo le dedicaba una breve mirada, en tanto que la sombra difusa de una sonrisa, creyó que había iluminado, fugaz, su expresión siempre hosca, pero fue sólo una ilusión. Al descender del tren vio que era demasiado bajo para ser húngaro y que tenía las piernas arqueadas como los polacos y el culo chupado como poto de ciruela. Algunas estaciones más allá él también se bajó del tren. El día estaba muy frío de manera que se metió las manos a los bolsillos. En el izquierdo de la chaqueta sintió un papel que no recordaba haber puesto ahí. Lo sacó y lo examinó: Era una tira de más o menos tres centímetros de alto, desgajada transversalmente de la parte baja de la página noventa y cinco y noventa y seis de algún libro. No había nada escrito ahí con tinta verde o azul; ni un número de teléfono celular o fijo, tampoco el precio de algún artículo recomendado, o una dirección necesaria. No había un nombre propio, no había una fecha o una cita programada al pasar, no había un cálculo necesario, ni un encargo, o un recado. Tampoco algún mensaje, o un verso suelto, nada. Entonces leyó el trozo de texto del libro del cual había sido arrancado. La página noventa y cinco decía: «derecho a exigirle fidelidad y sacrificio? Ahora, al final de mi vida, ya no me atrevería a responder a estas preguntas, si alguien me las formulase, de la misma forma inequívoca que hace cuarenta y un años, cuando Krisztina me abandonó en aquella casa, la tuya, donde había estado antes en muchas ocasiones, y donde tú». En el lado de la página noventa y seis leyó: «peor que el sufrimiento... y es cuando uno pierde el amor propio. Por eso temía ese secreto, ese secreto que era de Krisztina, tuyo y mío. Hay algo que duele, hiere y quema de tal manera que ni siquiera la muerte puede extinguirlo: y es cuando una persona, o dos, hieren ese amor propio sin el cual ya no podemos vivir una vida». No pudo identificar el libro o la obra, tampoco su autor y en modo alguno la manera en que ese trozo de papel arrancado de algún libro fue a dar a su bolsillo. Por un momento pensó que no era su chaqueta, pero todo el resto de sus pertenencias estaban ahí. Elucubró que quizás el polaco, que no era húngaro pero usaba un anillo húngaro, en algún momento se lo introdujo en el bolsillo, pero era del todo imposible. También quiso explicarlo suponiendo que el estudiante que había viajado junto a él era cómplice del polaco que simulaba ser húngaro. Pero todo era absurdo. Durante días examinó los libros de su biblioteca revisando las páginas noventa y cinco y noventa y seis, esperando encontrar el trozo arrancado, pero todo fue inútil.

Desde entonces, cada nuevo libro que llega a sus manos le recuerda a los húngaros y le revisa las páginas noventa y cinco y noventa y seis al final, esperando descubrir algún día quién y qué le quiso decir con ese trozo de texto.

Kepa Uriberri