La muerte del Padre nuestro




El frío sol de agosto, que mata a los viejos con su luminoso brillo traidor, lo tentó, sin embargo, a salir a la calle a dar un paseo. Caminó por la vereda del poniente las calles que llevan al parque a orillas del río. Ahí tomó el sendero que orilla la ribera izquierda y caminó en sentido contrario a la corriente, con el sol casi tibio en la cara. Al llegar al primer puente vio el cortejo. Eran sólo niños de no más de unos pocos años que traían en peso un ataúd de palo rústico, pintado de manera descuidada de negro. Detrás y a los lados, varios niños venían arrojando al aire y sobre el cajón, pétalos mustios de rosas rosa, que dejaban en el aire una fragancia de flores podridas que emanaba del tapiz que iba cubriendo el sendero. Unos pasos más allá, después de cruzarse, el cortejo se detuvo. Posaron el ataúd en el suelo y lo abrieron, produciendo estrépito al chocar la tapa en el sendero. "¡Aleluya!" gritó el niño que guiaba el cortejo. El coro que lo acompañaba y había rodeado el cajón, respondió en voz queda, casi avergonzada: "¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Aleluya, aleluya!" y arrojaron una nube de pétalos sobre el difunto. Se acercó con prudencia, para no interrumpir, por curiosidad de ver al difunto. Entre el mar de pétalos rosa podridos pudo ver el cadáver de un hombre muerto hace, ya, varios días. Se veía la piel del rostro acartonada y grisácea, y la nariz parecía afilada e irreal, como si se tratara de la quilla de un barco volteado al revés. Vestía harapos y tenía las manos juntas sobre el vientre, que enlazaban una hoz y un martillo verdaderos, no un medallón o un símbolo: Las herramientas verdaderas.

Después de los aleluyas y glorias, los niños cerraron el ataúd. Pudo ver que, en contraste, sobre la tapa habían clavado un crucifijo sucio y viejo. Levantaron otra vez el cajón y emprendieron el camino cantando a coro una extraña versión de la vieja canción de Fontana y Migliacci:

Padre nuestro que mueres en la esquina
tirado como un sucio pordiosero,
el vicio, el abandono son tu pobre compañía;
padre nuestro: ¡Te mueres sin alegría!

No supo, ni podría yo aventurarla, la razón por la que siguió al extraño cortejo, al que se iban integrando, también, cada vez más niños, en cada cruce, en cada puente, en cada avenida, los que lanzaban más y más pétalos de rosas rosa al aire y sobre el ataúd, con su aroma de flores podridas. Al llegar al fin del sendero que orilla el cauce, atravesaron al parque de los tajamares y ahí subieron al puente en arco sobre el río para cruzar a la ribera derecha. Despreciando el tráfico de vehículos, y ya convertidos en una procesión tumultuosa siguieron por la avenida ribereña hasta la calle Pío Nono. Al pie del cerro la procesión se detuvo por segunda vez y ahora los "¡Aleluya!" y los "¡Gloria!" se escucharon por todo el barrio de la Chimba, sorprendiendo a sus habitantes, a los paseantes, a los turistas, a los parroquianos de los muchos restoranes, cafés y otros, a los estudiantes universitarios y colegiales. La procesión alcanzaba hasta frente a la facultad de leyes. Sus estudiantes volvieron a salir a la calle, desorientados, llevando en andas el busto de Sarmiento. Sorprendidos y confundidos, lo arrojaron otra vez al río. La procesión siguió su rumbo por la calle Domínica, siempre cantando el raro "Padre nuestro..." y arrojando pétalos. En medio de todos los niños, como poseído por alguna extraña fascinación, iba él, el único adulto, pero como convertido en otro niño más, de tamaño grande. Hubiera querido interrogar al guía de la procesión sobre el hombre del ataúd, o por último a cualquier otro de los infantes que acompañaban el cortejo, para saber por qué estaban ahí y quién les proveía los pétalos de rosas rosa añejos, que sin importar cuantos se agregaran al desfile, cada uno venía con un canastillo, que parecía nunca agotarse, de pétalos que iba lanzando al aire, hasta constituir una increíble nube rosa que flotaba siempre sobre la procesión. Y cómo todos y cada uno que se agregaba conocía y cantaba el extraño "Padre nuestro" y también, quién y por qué lo había ideado. En alguna pausa del coro uno de los niños le dijo con voz acongojada: "¡Es que es nuestro padre!". "¿De toda esta inmensidad de niños?" preguntó, pero ya no tuvo respuesta. De todos modos preguntó: "¿Era un pordiosero? ¿Un vicioso?", pero la única respuesta, tal vez dudosa, fue el coro de todos cantando:

Padre nuestro que has muerto atormentado
por el vicio la lujuria y el pecado
tus hijos te llevamos por tu último camino
padre nuestro: ¡Ya llegaste a tu destino!

El cortejo había tomado por la Avenida Perú y ya casi llegaba a la encrucijada de El Salto. Ahí doblaron a la izquierda por la Avenida Arzobispo Valdivieso, hacia el portal del Cementerio Católico. Desde el final del cortejo llegaban noticias que este crecía constantemente de manera que por más que avanzaban a pie firme, siempre la procesión terminaba frente al portal de la Escuela de Leyes y que los pétalos podridos, en Pío Nono, ya alcanzaban una altura de casi un metro, y que muchos caían desmayados por la fragancia de éstos, aunque en ningún caso eran niños, sino sólo los paseantes y lugareños. Cuando al fin llegaron al cementerio Católico, bajaron por las ramplas flanqueadas de mausoleos y tumbas, hasta lo más profundo de las catacumbas, donde ya no llegaba el sol de invierno; sólo el frío. "Nuestro padre ha muerto: ¡Aleluya!" gritaba el guía del cortejo y el largo coro que cubría todo el laberinto y las calles, hasta la Plaza Italia, al centro de la ciudad, respondía "¡Gloria! ¡Aleluya! era nuestro padre y lo amábamos, ¡Aleluya!". El guía esperaba hasta que se apagara el último eco de las respuestas lejanas y volvía a entonar el "Padre nuestro" seguido por el coro que iba repitiendo hasta la lejanía:

Padre nuestro aquí te dejaremos,
ya llegaste a tu última morada
sin pena ni tristeza, para siempre en este hoyo
padre nuestro: ¡Desde ahora vivirás!.

En ese momento el cortejo llegó al final del recorrido, donde sólo había un profundo agujero, cuyo fondo no alcanzaba a distinguirse: Quizás porque era la entrada a la mismísima eternidad. Los niños que portaban el cajón lo dejaron en el suelo, abrieron la tapa y cada uno de ellos fue besando al hombre muerto en la frente,después de arrojarle un puñado de pétalos de rosas rosa, fragantes y podridos. Luego se retiraban hacia el fin del cortejo y daban la pasada a los que venían detrás, y de ese modo hasta que último niño besó al difunto y le arrojó su puñado de pétalos, cuando el cajón terminó de desaparecer bajo estos al anochecer del día siguiente.

Hubo un profundo silencio que duró al menos tres minutos. Entonces seis niños y el guía levantaron el ataúd y lo arrojaron al agujero con violencia. Él vio caer el cajón que se volcó en su trayectoria separándose la cáscara de madera del muerto que contenía, mientras los pétalos flotaban en el espacio, a la vez que los niños los seguían arrojando. Calculó que quizás pasó un minuto o más antes que se sintiera el golpe destartalado del difunto y luego del cajón al terminar de caer en el profundo hueco. Mientras unos aplaudían, otros seguían arrojando pétalos, hasta que al fin llegaron hasta el borde del agujero. Entonces todos giraron y empezaron a marchar en silencio par retirarse. Él levantó ambas manos al cielo y dijo: "¡No comprendo! ¿Por qué han arrojado a ese pobre hombre, de manera tan brutal, a la fosa? ¿Y por qué le cantaron esa canción sin sentido? ¿Cómo pudo él ser el padre de todos ustedes, una cantidad enorme que llega hasta la Plaza Italia?”.Pero nadie le respondió. Entonces gritó: "¡Alto!" y mirando a los ojos al guía lo conminó: "¡Respóndame!". "¡Bien!" dijo el guía: "¡Agárrenlo!".

Todos se lanzaron contra él y lo levantaron en vilo. Corrieron hasta el borde del agujero lleno de pétalos podridos y lo arrojaron dentro. De manera mullida fue cayendo hasta el fondo de la fosa de la que nunca volvería a salir. Mientras caía recordó que el frío sol de agosto mata a los viejos con su brillo luminoso y traidor. Sintió que respirar era muy doloroso y se sorprendió al ver que el crucifijo de palo estaba ahí clavado en el muro blanco frente a él. Entonces cerró los ojos y descansó siempre.

Kepa Uriberri