Adiós Carlotita, mamá

Mis hermanos ya se llamaban, con el permiso admonitorio de mi mamá, como mi padre mismo y también, el otro, como a él le había gustado llamarlo. Así fue que al nacer yo, o quizás antes, mi mamá ya había decidido que me llamaría Luis, y que me dirían Lucho, como a su propio padre. Así fue.

Al llegar a la edad de merecer, cuando tuve que enfrentar mi identidad verdadera, me di cuenta y otros se dieron cuenta conmigo, que no llevaba el nombre de mi abuelo materno, sino el de mi padre, seguido del de su suegro. Desde entonces, lentamente, deje de llamarme Lucho y poco a poco me fui llamando Juan Luis. Al mismo tiempo terminé de comprender a mi padre y a mi madre, y el modo cómo ellos decidían sus cuitas. Mi madre a pesar de su estatura breve, ayer mucho más breve al fin, tenía una fuerza y porte de carácter enormes, que manejaba con la finura extraordinaria de su educación francesa. Es así que podía lanzar las ironías y sarcasmos más dolorosos, como una saeta envuelta en perfume. Para ello poseía una inteligencia y claridad enormes, unidas a una fuerza creativa que mi padre acompañaba con la suya, sabia y silenciosa. De esa manera creo haber crecido rodeado de magia, enredada en tantos ritos y liturgias de la niñez.

Recuerdo aquella vieja casa de niño, que mi abuelo compró para estar más cerca de mi madre cuando ella se casó e instaló en Santiago. Ahí terminamos viviendo también nosotros, cuando él ya había muerto. En sus enormes jardines y patios corríamos y nos embarrábamos los hermanos, hasta las ocho de la tarde. A esa hora la mamá nos iba metiendo por turnos a la tina de baño, convertidos en una colección de mugre y piñén[1]. Al terminar el baño, invariablemente mi mamá nos decía: "Un paradito americano..." que era la instrucción para pararse dentro de la tina, terminando así el baño nocturno; entonces nos envolvía en una toalla e instruía: "Un salto de águila..." para que, tomado de sus manos uno saltara desde la tina, sobre la tapa del enorme tarro de madera de la ropa sucia donde nos secaba y vestía con el pijama. "Al apa[2] al revés..." instruía ella cuando estábamos listos y nos echaba a su espalda, sujetos por los pies, sobre sus hombros, y colgando boca abajo. Así nos llevaba a la cama. Una vez que estábamos todos los hermanos acostados rezábamos el «¡Oh! Arcángel San Miguel, defiéndenos en nuestros combates contra la maldad y acechanza del demonio; manda al Señor que no pueda dañarnos, y tú ¡Oh! príncipe de la milicia celestial, usando el poder que el cielo te ha conferido, lanza al infierno a Satanás y demás espíritus malignos que recorren el mundo para perder las almas: Así sea». Después ella se despedía de cada uno: "Buenas noches nos dé Dios y hasta mañana si Dios quiere". Todavía, yo mismo, uso esa fórmula con mi mujer y mis hijos. Así era ella; o su lado amable. Tenía otros, como todos nosotros.

Ayer, al fin, después de casi infinitos, o muchísimos años, mi mamá dejó de ser inmortal. Cuando la despedí, cuando al fin la dejé ir, le dije: "¡Un paradito americano...! ¡Un salto de águila...! ¡Al apa al revés te vayas al cielo! y buenas noches nos dé Dios y hasta mañana si Dios quiere". Por eso hoy, que ya estoy solo, hago estos recuerdos necesarios.

Kepa Uriberri


[1] Piñén: En mapudungún: Suciedad muy adherida a la piel.
[2] Al apa: Echarse algo a las espaldas.