Vuela barquita mía, surca la mar ligera

De la novela La Revolución en Samarkanda

Santa Adelaida carabela y pasado el tiempo, siempre contra la corriente, informo dos puntos digo:

A ti, oficina seiscientos dos con lluvia y viento mientras nuestra imaginación vuela libre y septentrional, en verano amarillo y verde de aguas rumorosas ¿azules?. Sólo el cielo sin nubes pero buen viento. Sin urticaria ni sarpullidos, el sapo del Quebec y caca de perro metida en las filigranas del tallado de la pata de madera de palo son evaporados recuerdos que no vuelven.

Y que te quede claro, seis cero dos, mirando tu ventana ahumada donde rebota smog y lluvia, ninguna melancolía es pública, todo recuerdo es privado o hiere, o ataja, o frena, mira sólo al pasado y como tu ventana no muestra la realidad sino siempre lo mismo y no sirve. Hazlo, abre la ventana que entre la lluvia y el suave humo de vapores urbanos: Es lo que viene. Lo ido se atesora no se ensucia ni se revuelca, ganamos la batalla del sapo y ahora a otra cosa miramos, el corazón en paz y el ojo de palo limpio y claro, sereno ve el horizonte al fondo del lago Ontario. El pasado, al interior del olor añejo de la oficina, más allá de la entrada detrás del tiempo ido, en las imágenes antes de Samarkanda, ya fueron triunfo o fracaso ya no hay conquista allá, sólo vive en el interior del interior y no soporta luces. La mierda de perro ya fue pisada y no huele hoy sino ayer. Hoy es mío, el futuro es la conquista, lo demás por bien hecho a los recuerdos íntimos y no públicos, lo mal habido y lo sufrido se restañe y apague.

Fue necesario seiscientos dos, según te digo, navegar por estribor del San Lorenzo manteniendo la Santa Adelaida en Canadá. Salsa, Merengue y Cumbia por la ciento dos punto tres hasta Kingston en el lago Ontario. No somos tan bien vistos en Ontario como Quebec. Hay recelo y es fe. La Avenida del Mar quedó al pairo frente a Johnson street, donde casi en la esquina con King Street. Hacia Clarence se encuentra la cantina donde pude al fin encadenar a mi Flor María según le digo ya, Azuleja, en castellano. Solo bebimos vinos: Yo syrah y ella chardonay frío. Además nos miramos a los ojos. Ella embrujó el mío de palo. Por oficial, este informe no describe lo que en mi diario personal relato y bien almorzados, incluso bajativo, dormimos siestas al sol en castillo de proa y más también. Esa tarde, según se relata salimos en busca de la línea acuosa de la frontera, recitando la Oda a Walt Whitman, de Poeta en Nueva York y otras del admirado Federico, y se le recuerda:

Por el East River y el Bronx
los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Con esta música de verdad y lamento navegamos bordeando el imperio y enseñando el pensamiento de otras culturas que no claudican, y lloramos emocionados cuando la voz dura de Satam Lúar, en soledad y sin Medallita de Lourdes, pero con emoción habló por Federico a Whitman.

Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?

Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.
Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de ignorante leopardo.

Frente a Rochester terminó la oda, en el silencio del lago, en la frontera del imperio, en la calma de la cofradía que escuchaba sincera:

Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.

A ello hemos venido. El silencio sería religioso y casi veo seiscientos dos tu pecho recogido de emoción. Al encontrar, tanto después la boca del río Niágara que bota sus aguas a este lago Ontario, por el que seguiremos a contra corriente, nuestra ciento dos punto tres habla así por la voz del poeta muerto, por defender la cultura:

Un día
los caballos vivirán en las tabernas
y las hormigas furiosas
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.

Otro día
veremos la resurrección de las mariposas disecadas
y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!

Navegamos con Federico, hablando por él, recitando por él, al borde de la frontera de ese mundo en que escribió lo que hoy hablaba, navegando un sueño, buscando fantasía, hasta penetrar en la húmeda nube que escapa del salto de agua y nos baña la cara, y nos hiela el alma. ¿Como remontar la altura, y la fuerza de esa caída?. Son sesenta metros que caen al final de la cascada a ciento veinticinco kilómetros por hora, a lo largo de un encajonamiento de un kilómetro de largo, de incesante agua y niebla, espuma y rumor sordo. ¿Como, en esas condiciones, se sube en un paso sesenta metros, repletos de arcoiris?.

Seis braseros negros escupen flama en la cubierta de proa a popa. Las velas latinas se han instalado entre las vergas de proa y mesana, y también atadas a las amuras, y adaptadas las jarcias tensas para hacer una cúpula que sea empujada, no del viento, sino del propio calor de los braseros negros en cubierta. Cuatro días se trabajó en las velas y aparejos, cuatro en los braseros que escupen fuego, para llenar de calor este artilugio, que comienza a restarnos peso. La noche del día noveno la línea de flotación de la Santa Adelaida ya ha comenzado a bajar lenta pero a paso cierto. La ciento dos punto tres toca música de Italia y Roma:

Penso che un sogno così non ritorni mai più
mi dipingevo le mani e la faccia di blu
poi d'improvviso venivo dal vento rapito
e incominciavo a volare nel cielo infinito

Volare oh, oh
cantare oh, oh, oh, oh
nel blu dipinto di blu
felice di stare lassù
e volavo, volavo felice più in alto del sole
ed ancora più su
mentre il mondo pian piano spariva lontano laggiù
una musica dolce suonava soltanto per me

Volare oh, oh, oh, oh...

Los pechos, de pezones negros, ya señalan la cima de la catarata, hacia donde la Santa Adelaida mira serena. Al amanecer ya casi alcanzamos la altura de la garganta superior, y una brisa suave del nordeste, nos acerca amable y lenta al curso de agua que cae embravecido. Desde el Niágara Parkway en Ontario y la torre de observación en Nueva York, y en el Rainbow Bridge la gente amontonada señala la carabela que surca lenta su propio sueño. Ya casi alcanzábamos la altura de los parques superiores de Glen View y Whirlpool para el medio día. Ahí, y te lo digo sincero, seiscientos dos; comenzaron las dificultades.

"Timonel: Atención el curso. Todo a babor cuarenta y cinco grados y busque curso sureste", grité desde el puente, atado a Flor María Azuleja, que tomaba notas y notas para su reportaje, tironeando la cadenita de la lujuria, sin intención de cumplir su atadura. "Eso intento, mi almirante, pero no se puede". "¿Es usted, cófrade, un ineficiente acaso?". "Es que el timón no basta en el aire, y no hay velas". Así era: Las velas eran globo inflado, el timón no tenía densidad y en el aire estábamos a la deriva. Este almirante no es del aire, y me pregunto: "¿Qué pájaro nos guía?". En cuarenta minutos se había soltado las velas de estribor, a popa, de modo de coleccionar viento por ese lado y virar la proa hacia el curso del río que viene del sureste. Dando y quitando vela, bajábamos peligrosamente sobre la fuerza de la caída de agua, o nos impulsábamos sobre las copas de los árboles de Glen View. Te digo oficina serena, que fácil miras las ventanas de la oficina de seguros, al frente, o al dawn que sacude trapos, y a las palomas escapando del tiuque cazador, o a los niños que juegan con barquitos en la pileta del fondo en el parque: No era de predecir. Flor María Azuleja tomaba fotos con una maquinita de celular y ponía numeritos en papel, yo le gritaba en la oreja instrucciones para los cófrades, y daba señas con pito. La carabela caía y el rumbo entraba al parque. Teníamos un ángulo de veinte grados con el curso superior y bajo la quilla la River Road que no era en modo alguno navegable. ¿Por qué pensaba en Horatio Bennett?. ¿Es que me estaba saliendo sarpullido en la nuca?, ¿Es que olía a sapo comiendo caca de pez?. Entonces me calmé, y lo dejé a la imaginación del destino: "¡A la cresta!, ¡Mala cueva!" grité a la cofradía, "es hora de la lujuria de la siesta" dije a Flor María Azuleja y la tiré con suavidad de la cadenita hacía el camarote del almirante. "Inflen todas las velas. Cuando estemos sobre el afluente en Black Creek me avisan".

Sólo a ti te digo, oficina lejana que el Niágara hace, una "ese" invertida: Nada más que la parte cercana a la garganta escapaba de nuestro curso en el aire, como pájaro fragata, pero la segunda estaba, quise creer, en nuestra línea, y si me equivocaba, soy de dura mirada y corazón sereno. Tendríamos que volar hasta el lago Erie, y esperar que no viniera viento del este, desde el Atlántico océano, sino sólo el que guía el benéfico cajón del San Lorenzo cuando nos favorece. Con buena fortuna que merezco y emitiendo canciones de mar y cielo al llegar a la desembocadura del Black Creek estaríamos sobre agua y habría que descender. Mientras, le canté junto con la ciento dos punto tres, a Flor María Azuleja, en el oído:

El mar y el cielo
se ven igual de azules
y en la distancia
parece que se unen...

y la fui tirando suave hasta el camarote. Ella, con sus labios de reportera me susurró noticias que quería oír, y escribimos juntos, parte del reportaje de nuestra intimidad.

Nos despierta el estruendo de los helicópteros. Flor María Azuleja, asustada, tironea su meñique que se enredó en el vello de mi pecho cuando me escribía su nombre en francés, griego, y cirílico. Desnudos corremos a cubierta. Por pudor tapo la cuenca vacía de mi ojo de palo que llevo en la mano, con un parche negro. Es posible que la banda de babor, si descendiéramos al agua, estuviera al pairo y tangente a la ribera este del brazo poniente de la Gran Isla del Niágara, que separa a éste en dos brazos. Sobre nosotros, un helicóptero sopla su enfurecido viento de matapiojos empujándonos hacia abajo, a la vez que una brisa del norponiente nos empuja hacia la isla. La frontera entre Ontario y Nueva York es la ribera oriente de este brazo del río de modo que si asomo la mano para señalar viraje, la metería al territorio aéreo del imperio del bien, y sería verticalmente acribillado por el pajarraco metálico que vuela sobre nosotros. "¡Qué mierdas espera para virar tres grados al weste, timón!" grito entre el tableteo de las hélices. "Tengo todo el timón al weste, almirante". Asomo un centímetro el ojo de palo por la banda de babor, para mirar hacia abajo, y alcanzo a ver una franja mínima de agua que nos salva de ser invasores terroristas. La ciento dos punto tres transmite nuestro himno revolucionario, que los cófrades cantan como cuando esperábamos en el Zarafschan:

El junco de la ribera
y el doble junco del agua,
en el país de un estanque
donde el día se mojaba,
donde volaban, inversas,
palomas de inversas alas.

El junco batido al viento
-estrella de seda y plata-
le daba la espalda al cielo
y hacia el cielo se curvaba,
como un dibujo salido
de un biombo de puertas claras.

El estanque era un océano
para mi barco pirata:
mi barco que por las tardes
en un lucero se anclaba,
mi barco de niño pobre
que me trajeron por pascua
y que hoy surca este romance
con velas anaranjadas.

Estrella de marineros,
en junco al barco guiaba.
El viento azul que venía
dolorido de fragancias,
besaba de lejanías
mis manos y mis pestañas
y era caricia redonda
sobre las velas combadas.

Al río del pueblo, un día,
llevé mi barco pirata.
lo dejé anclado en la orilla
para hacerle una ensenada;
mas lo llamó la corriente
con su telégrafo de aguas
y huyó pintando la tarde
de letras anaranjadas.

Dos lágrimas me trizaron
las pupilas desoladas.
Y en la cubierta del barco
se fue, llorando, mi infancia.

Su romántico autor, Óscar Castro, parecía cantar siempre con nosotros. "Descosan la vela de babor, desde la verga de mesana hasta la banda" instruyo a los encargados de aquellas jarcias. "Nos vamos a desinflar y caer a pique, almirante" me dicen. "Sin embargo el empuje del escape por babor nos apartará de la frontera".

Aquí media tarde de la Santa Adelaida, cuyos hermosos pechos ya se proyectan sobre el río y como siempre contra la corriente. Es fe.

Informo y se dice: Abiertas costuras y descenso sobre aguas que aceleran ritmo hacia el salto a nuestra popa. Retiramos velas en globo recogiendo todos los aparejos, y calzamos ancla. Sé que tu ventana anochece, oficina seiscientos dos. El tiuque, sobre el techo picotea las plumas de un jilguero, el hombre dawn sólo mira el cielo de su habitación cerrada. Estás en tu reclusión perenne y poderosa. Casi veo los hilos que de ahí surgen hacia cada elemento, hacia cada rincón, y hay alas en tus ojos y cuerdas en tus pies, que te atan y te anclan como a nosotros este río. Helicópteros aún pasean sus alas que giran sobre nuestra imprudencia. Recién ahora nos vemos desnudos, y sentimos frío. Ya estamos otra vez en el paraíso prometido. Ángeles de hierro danzan en el aire y sus espadas que giran y cantan la danza de la muerte, protegen el paraíso de los que no saben del paraíso de los hombres de la tierra de la unidad, de la tierra sin nombre, y del centro universal.

Digo: Anochece seiscientos dos y tu vuelo surca, éste y aquél danzan en aire y agua hacia donde nadie va, en busca de lo que no se encuentra, convencido que es bien la búsqueda y no hallar. ¿Escudriñas la noche? ¿Trazas el destino? En la luz apenas negra, al fondo del parque y su pileta, un niño levanta del agua su goleta de tres palos con mascarón de proa y enseña, bajo la media luna recostada que hace el amor con Sirio. Venus los mira. Vamos acomodando aparejos según se requiere, en nuestros palos o en nuestros cuerpos que quieren estar desnudos sin pudor. Cuando tus veinticinco pantallas, y las cuatro ventanas se apagan sobre Samarkanda, nos alcanza luz de estaño y ocaso mientras la vieja bola de puro fuego rueda en la inversa mesa rugosa de rojos paños hasta ser tragada por las copas de los árboles de verano. Suavemente nos oponemos al río hacia el Erie, mientras al oriente los molinos de hierro y viento nos siguen y vigilan. Sobre agua y ocaso somos peces guiados por la mirada verde de Santa Adelaida, mascarón y sagrada imagen.

Nos recibe el Erie que evacúa como un lavamanos por su cañería, el agua por el Niágara hasta el sumidero en el Ontario. Recalamos donde no hay puerto y sólo avenida de mujer. Helena Road se empalma bien a la avenida nuestra del Mar. Ahí luces de camino y carabela se funden en la noche y la música y baile en cubierta, tropical y castellano llama a los paseantes cuyas miradas sorprendidas nos vieron recortar cielos azules, y capturar nubes cirrus y nimbos. ¿Allá, seis cero dos, ves el reflejo de la Santa María del cerro en las ventanas? ¿Hay luces raudas que retornan trabajadas a casa?. Es hora de romanza que habla en suaves notas, lo sé. Es así como llega desde esa mirada nocturnal nuestro destino de discoteca y boite. La cofradía y este mismo almirante encadenado, ahora, a nuevos compromisos si de amores o lujurias, no lo sé; de noches tempranas, bailamos en cubierta y festejamos con sidra abastecido en Quebec, cervezas de Ontario, y otros licores de reserva: Esta garganta de roble madero, educada en Chile prefiere Carmenere de Tarapacá ex Zabala cosechado hace ya tres soleadas temporadas, y mi compañera flor de azules ojos como su nombre y María Santísima lo dice pide chardonay de Errázuriz Panquehue, enfriado con sales y corriente del Erie suave hacía el curso del río eferente. Nuestras candelas terminan por hacerlo: El vigía avisa desde el nido de cuervos: "Vienen a nosotros... vienen a nosotros...". "¿Quienes vienen cófrade vigilante?". "Son jóvenes, en parejas vienen. Están atados con cadenetas por sus cuellos, almirante. Se unen con esclavas como usted mismo". Yo mismo ya los veo. Vienen bailando a nuestro propio compás por la Avenida del Mar y golpean nuestra mampara. Algunos traen geranios rojos. "Ea guardia de puerta pregunte qué los trae". "Quieren bailar cumbia, merengue y salsa dicen. Preguntan el precio del consumo mínimo y que incluye". "Diles que música y amistad. Nada más. Licor y alimento según lista en preparación en el puente de mando".

A media noche ya hemos repuesto inventario tres veces y en cubierta bailan y se divierten en castellano más de ciento veinte lugareños y sesenta neoyorquinos. Hemos improvisado un cartel de anuncio que dice "Santa Adelaida - La carabela del aire - Cultura libre y diversión global". Por la Avenida del Mar y la Helena Road se ha juntado una cola de espera que tiene la ilusión de entrar a medida que otros salgan. Casi no sucede. La ciento dos punto tres transmite programada mientras Medallita de Lourdes y Satam Lúar se han esclavizado también según nuestra costumbre y moda, y se dan manotacitos de amor apoyados en la banda de estribor. Muchos murmuran, hasta llegar a la Helena Road: "Esta es la carabela que remontó el Niagara Falls convertida en pájara de palo, y burló a los ángeles de fierro del paraíso, acuatizando aquí cerca como el velero de Peter Pan". Otros, convencidos se preguntan: "¿Es que esta es la tierra de Nunca Jamás?". "No lo sé" les responden, "pero al menos esta carabela navegó largo tiempo en el limbo, diez minutos antes, o tal vez después, cuando nadie la esperaba, y regresó plena de piratas, en las Bermudas". "Eso será sólo leyenda. No es posible". "Sí. Sí lo es. Se sabe que mientras aquello ocurría, su almirante hacía el amor en Vila Real, en la tramontana portuguesa". "¿Y alcanzaremos a abordar hoy?".

Como se requiere, a ti te digo seiscientos dos, que miras por tu ventana nuestro destino mientras lo construyes: "Somos el éxito del carrete[1]".

Kepa Uriberri



[1] Carrete: Modismo en Chile que se entiende por la salida de juerga de los jóvenes a partir del jueves y hasta la madrugada del domingo. También hay carrete las otras noches de la semana, pero esta carabela de la revolución sincera no lo promueve de modo ninguno.