Viaje




Aseguró que no sabía por qué estaba en ese grupo que volaba en aquel avión, tan viejo e inseguro, que descendía a tierra en el aeropuerto Furibundo Martínez de la capital de la isla. Aparte de algunos pocos turistas, todos iban invitados a la premiación de los ganadores del evento anual de Literatura Casa Continental, que, por primera vez después de la suspensión obligada del diez y nueve, se retomaba después de tres años, generando tantas expectativas.

Todos saben, dijo, que la Casa Continental es una institución proselitista que promueve el concepto que no puede existir una literatura sin compromiso. Yo no, sentenció. No sabía demasiado de la Casa Continental porque no me muevo en el ámbito cultural, ni menos en el de la literatura. Fuera de haber leído Los Hermanos Kamarazov (o algo así), creo que de Dostoievski, y América cuyo título de autor llegué a saber que era El Desaparecido, rebautizada por Max Brodsky, con el que fue originalmente conocida, cuando Kafka ya estaba bien muerto; no tengo mayor acercamiento al difícil arte literario. No sólo por eso es extraño haber estado en tales circunstancias. Así relató esa situación en aquella tertulia del Boliche de Galdames. Todos lo escuchamos con atención porque sabemos que su raro sentido de la fantasía y, quizás la mentira, aunque él insiste que se llama ficción; siempre envuelve sus anécdotas de extraños sabores y aromas que las hacen memorables.

Los recibieron sin demasiados protocolos, pero con excesivo afecto, en la losa del aeropuerto y los subieron, de inmediato, en un viejo bus Chevrolet del año cuarenta y nueve, bastante desvencijado, pero mantenido en forma. Diría, acotó, que producto del afán de mantenerlo en funcionamiento, se veía respingado o caído de culo, como perro con distemper. Todos iban alegres, conversando, cantando canciones alusivas, riendo y más. Por su parte, él, que no terminaba de comprender qué hacía ahí, donde no conocía a ninguno de los presentes y que por tanto todos lo ignoraban, miraba el paisaje por entre el polvo que levantaba el bus. Entraron a la ciudad por la Alameda de la Liberación, ancha bien cuidada y desierta. A ratos pasaba por la otra vía algún auto deportivo, añejo, que parecía sacado de una vieja película, o un De Soto del cuarenta y seis, o también un Studebaker del sesenta.

Me sentía, nos contó, como el paisaje del entorno. Todo ordenado pero fuera de lugar. Como si hubiera viajado en sueños a un lugar casi deshabitado. Algunas personas detenidas en alguna esquina, mirando con curiosidad a las alturas, para examinar con detención las almenas de un torreón de algún castillo del mil setecientos, deshabitado. Al fin entre el barullo y la alegría de los otros pasajeros apareció al fondo, rodeada de nada, la pretenciosa Casa Continental, enorme, cuadrada, arquitectónica, elevada, casi absurda. Allá al fondo detrás de la bandera nacional, cercana a la estatua ecuestre del viejo héroe de la guerra con España o con alguien más, un mar vacío como la calle vacía sólo surcada por algún viejo Chevrolet del cincuenta y dos, pintado de rojo y blanco, con brillantes llantas especulares de magnesio o titanio u otro metal pulido que mi ignorancia no puede nombrar adecuadamente. ¿Por qué parece no haber vida aquí? Me recuerda alguna película donde hay un personaje que habita una enorme maqueta sin saber que ese mundo no es el real y que él vive un fingimiento.

Entraron a un salón suficientemente grande como para recibir a unas cincuenta personas. Fue raro que nadie se ubicó frente al proscenio, sino todo al contrario, todos se ubicaron en éste. Entonces dio dos pasos adelante, con sus anteojos de aumento intenso, Tito Vásquez, y mirando al público, que no había, comenzó a dar un discurso de marcado tono político, pero de un estilo intensamente poético. Algunos se emocionaban, otros sólo se miraban los zapatos, con las manos enlazadas en la espalda o en el pubis. Como no se sintió, en absoluto, interpretado por el discurso, dijo que bajó del proscenio al que había subido sólo por imitación y salió a un jardín bien cuidado pero mal tenido, donde los geranios tenían flores moradas mustias, el pasto estaba raleado y seco, aun cuando era notorio que había sido cortado recientemente. Todo contrastaba por su pobreza con la pretensión de la arquitectura, de manera que un ojo descuidado, podría pensar que el estado del jardín obedecía a alguna situación climática o estacional.

Se dirigió hacia la bandera, al monumento ecuestre y más allá. Todo parecía abandonado, o al menos, vacío. Después de mucho andar llegó a los aledaños de unos edificios de varios pisos, donde cada parte de la fachada de cada apartamento estaba pintada pulcramente de un color diferente: Verde agua, azul marino, rosa vieja, amarillo arena, rojo ladrillo, calipso eléctrico, en fin, como si se quisiera subrayar el supuesto carácter alegre de sus habitantes inexistentes. A los pies, donde no había jardines sino tierrales, había niños a pie pelado jugando con una pelota de trapo y unos palos burdos, a modo de bate. Nos relata que se preguntó aquí, y luego en otros momentos de su paseo: ¿Por qué todo esto es así, tan diferente de la imagen que se podría tener de este lugar y sus gentes? ¿Acaso todo lo que se cuenta y se oye, antes de verlo de propios ojos, es sólo una mentira? ¿O es que se oculta la verdad al forastero para no mostrar equívocos?. Muchas veces, después, habría cavilado sobre esto, sin encontrar en modo alguno una respuesta satisfactoria, sino nada más que interpretaciones que debía considerar sesgadas por sus propias ideas.

Cuando volvió al salón, en la Casa Continental, alcanzó a ver que la comitiva que lo había acompañado y algunos otros personeros, quizás funcionarios de la Casa, o puede ser que integrantes de otras delegaciones, iban también departiendo, alegre y ruidosamente, con ellos. En el salón, ahora sentados en sendas sillas sobre el proscenio, solo estaban los gemelos Fernando y Juan Enrique Insunza, a quienes no había visto ni en el avión, ni en el bus, ni tampoco en el grupo que se paró detrás de Tito Vásquez, de modo que se sorprendió al verlos. Por un momento pensó que los estaba confundiendo con cualquiera otras dos personas, pero de inmediato notó que Fernando no tenía el brazo derecho, característica inconfundible, lo mismo que los lentes fotocromáticos, que daban un tono amarillo, de Juan Enrique, contrastando con su rostro siempre rojizo debido a su afición alcohólica. Ellos lo saludaron, sin ponerse de pie, con el afecto y simpatía que siempre los caracterizaba.
— ¡Hombre, mira que grata sorpresa! — les expresó, — no sabía que habían venido con el grupo. Ni siquiera habría imaginado que tuvieran afición por la literatura. Es decir ¿qué hacen aquí?.
— No tenemos idea, lo mismo que tú — afirmó Fernando, completando la frase con un gesto del brazo derecho que le falta. A su vez Juan Enrique se rio moviendo la cabeza en sentido negativo. Dijo:
— En realidad alguien nos debe haber escamoteado mientras dormíamos la siesta. ¿No te sucedió lo mismo?
— Estuve, mientras volvía de mi paseo, elucubrando sobre esa posibilidad, pero es todo tan idéntico y exacto que la rechacé de plano. Sólo sería posible si para todos nosotros tuviera un significado ineludible.
— Debemos entender que aceptas la posibilidad de la existencia de la sincronía e incluso la magia — aseveró enfático Fernando.

Me quedé pensando, nos dijo a nosotros, los de la tertulia, que no podía tener sentido ninguno que ambos gemelos hablaran en plural, por los dos, como si el hecho de ser mellizos idénticos los determinara como una unidad inseparable. Más todavía cuando yo los había conocido por separado: A Fernando en alguna faena minera de chancado de materiales en el norte, en la que había perdido el brazo y a Juan Enrique en el Club de Baile, cuando nos disputábamos el favor de Mirna. Esto último sucedió cuando hacía muchos años que había abandonado la empresa minera, de manera que nunca supe que Juan Enrique era el gemelo de Fernando. Sólo los volví a conocer, ahora juntos, en esta instancia.

— Bueno, — dijo — de cualquier modo, vamos a reunirnos con el resto.
— ¡Ah! ¡Sí,sí, claro! Anda, no más, no nos esperes — dijo cualquiera de ellos sin ni siquiera amagar seguirlo, de manera que partió solo dejándolos ahí sentados en el proscenio, donde por extraña casualidad no había más que las dos sillas en que ellos estaban sentados. Dijo que en ese momento concluyó, lo que es del todo ridículo, que de seguro temían perder sus asientos. No cambiaría de idea hasta mucho después, cuando ellos ya habían dejado la isla y él estaba analizando el significado y efectos de este viaje incomprensible.

Salió del salón por la misma puerta de vidriera por donde todos se habían ido, pero en ese momento ya habían desaparecido por alguno de los muchos pasillos, pasadizos, galerías o puertas que contribuían a hacer del lugar un verdadero laberinto. Siguió varias posibilidades de acuerdo a los ecos lejanos de las risas y canturreos que creía oír en la distancia, pero sólo se iban haciendo cada vez más tenues, hasta que finalmente dejó de oírlas del todo, cuando ya se hallaba perdido en el lugar, sin saber cómo encontrar una salida a su situación, más aún porque todo se veía completamente vacío. Pensó que su única oportunidad sería de una u otra forma descifrar el significado de la secuencia de los cuadros de las paredes. Había mucha gráfica moderna, tales como retratos cúbicos en tonos sepia, con pájaros en las cabezas y una manzana sobre el pájaro, o un grupo familiar que observa una bicicleta tonta con una rueda hacia el cielo y navajas de asiento, por supuesto todo en tono sepia. Fue uniendo alguna característica cualquiera de los cuadros para seguir alguna ruta. Por ejemplo, si en una bifurcación se veía un pasillo con cuadros que tenían raras bicicletas, mientras en el otro sólo había ancianos con pájaros en la cabeza, seguiría el pasillo de ancianos y pájaros. Así llegó a una escalera que subía al segundo piso en cuyo primer rellano, en la pared que lo enfrentaba, había un gran retrato en color rojo, repetido hasta seis veces, del huaso Hernández, héroe de la revolución del cuarenta y ocho, con su sombrero de ala recta y amplia, con la escarapela emblemática con los colores de todas las enseñas del continente, que se ha hecho tan famosa entre los jóvenes estúpidos de todas las generaciones. En cada imagen un pájaro distinto picoteaba una guayaba: Por ejemplo en uno era un zorzal, mientra en la siguiente imagen había un chincol con una guinda en el ala y así. Él, dice, que este hermoso retrato le hizo sentir un cierto alivio, lo que produjo sonrisas, aplausos e incluso risas, entre los seguidores y detractores del supuesto héroe. Yo mismo me reí y le hice ver lo sesgado de su conclusión. Me atreví, en esa instancia a aseverar que esa había sido una pista falsa que no lo condujo aparte alguna.
— Ciertamente no - confirmó —. Durante toda la tarde, hasta el anochecer debo haber pasado más de una docena de veces frente a este mural; tanto así que llegué a pensar que subía o bajaba por diferentes escaleras, todas las cuales representaban la perdición que habría sido el huaso Hernández para la revolución que, como se pretendía, nunca llegó a ser continental. A la vez, para mí mismo fue un símbolo, junto a todo lo demás, de la soledad y la perdición en que habría caído yo, lo mismo que Tito Vásquez, aunque con fervor Tito no lo creía así, lo mismo que la inmóvil reacción de los gemelos Insunza. No obstante me seguía preguntando si había transitado muchas veces, ya sea de subida o bajada, por una misma escalera, o si cada escalera tenía el mismo mural en el rellano y eran muchas escaleras. Intenté recordar si la secuencia de pajarotes en el sombrero de huaso era siempre la misma, o si los pájaros eran diferentes o tenían alguna fruta diferente. No lo logré.

No había encontrado a nadie que lo orientara. En su recorrido buscando el arte absurdo, como método de recordar por dónde había pasado, para no repetirse, entró, en algún momento de modo inevitable, al Salón de los Dirigentes. Alhajado en un estilo sobrio, con una mesa redonda de cristal, que antes había imaginado, sin saber por qué, de caoba, lo que no correspondería a un salón que jamás permitiría un carácter conservador; rodeada, sin embargo, de doce sillas blancas forradas de hule, en un armazón de fierro negro. Me evocaron a los caballeros de la mesa redonda del rey Arturo. Más acá, dos sillas mecedoras de mimbre fino, junto a un sofá, de estructura recta en fierro, también tapizado en hule, imitando cuero, de color negro. Todo el resto era de una sobriedad austera que tangenciaba lo espartano. En contraste, echado en el suelo en un rincón alejado de la mesa de los dirigentes, un joven de unos cincuenta años, o que sólo los representaba, fumaba algún tabaco autóctono, en un narguilé produciendo abundante humo cuyo aroma recordaba vagamente la quema de bosta de caballo, a la vez que tosía con una tos seca y rasposa. Se metió en la nube de humo del fumador, que parecía sumido en profundas reflexiones y le consultó:
— Busco, desde hace mucho tiempo, al grupo con el que llegamos esta mañana. Serían unas treinta o hasta cincuenta personas. ¿Los ha visto?
— ¡No! — contestó lacónico entre abundantes toses y señaló una puerta hacia el oriente del salón. — Pero sigue por esa puerta, o si no quédate. ¿Quieres? — ofreció alargándole la boquilla.

A la izquierda de la puerta de salida mostrada por el fumador en la pared había un largo mural que representaba en diferentes colores al Huaso Hernández caminando del brazo de dos dirigentes de la revolución del cuarenta y ocho, vestido con las galas de su dignidad, faja, chaquetilla, manta y sombrero que, en todo caso, mantenía la escarapela multicolor continental y una loica de pecho rojo, picando una fruta del mismo color, encima. Nos dice que pensó: "Que mierda de mural" y atravesó la puerta. Bajó la escalera en cuyo rellano, como en todos los otros, de cualquier escalera había una copia del mural en rojo del rostro del Huaso Hernández, con su sombrero de ala recta y la escarapela en su copa, mirando al infinito como si allá en el horizonte estuviera cualquier futuro. Un pajarote en la cúspide, parado sobre un solo pie, con el cogote hundido entre los hombros miraba también en la misma dirección, con la misma atención.

Al llegar al primer piso enfrentó un amplio ventanal abierto, en el que flotaban al viento los largos visillos. Salió a una terraza de baldosas de mármol grabadas con un gran mapa continental sin límites entre naciones. Más allá había una gran explanada de prado amarillo con algunos pocos manchones verdes, hacia el lado del mar y el malecón. En el estacionamiento estaba el bus que los había trasladado, al que había subido casi todo el grupo que buscaba. Alcanzó a divisar en la ventanilla posterior a Fernando Insunza, que le hacía señas de despedida con el muñón del brazo derecho. También Tito Vásquez subiendo a la pisadera le hacía señas de adiós, mientras el bus comenzaba a moverse. Juan Enrique Insunza no estaba ahí con su gemelo. Concluí, nos dice, que lo mismo que yo, se había quedado atrapado acá, pero de manera alguna volví a encontrarlo, a pesar de haberlo buscado durante mucho tiempo, pensando que quizás él tuviera alguna forma de salir de este atolladero.

Rommel Miranda había estado silencioso y atento durante todo el relato. Ahora, cuando parecía concluir, de manera desafortunada la narración, levantó un dedo y lo agitó, nervioso, como suelen hacer los niños en clases, para llamar la atención del profesor.

— ¿Sí? Dime Rommel...
— Bueno... Pero dinos, tú... ¿Cómo lograste finalmente salir de ahí y volver?

Hizo un gesto raro, moviendo la cabeza de manera circular, con la mirada baja y tensando los labios, reflejando, quizás, resignación y aseveró:
— Nunca salí. Sigo aquí, como todos ustedes, sólo que yo tengo una conciencia más clara.

Kepa Uriberri