El mejor derecho




Junto a mi, en el carro del metro, un hombre mayor pero de aspecto vital, ocupa un asiento de color blanco; el único asiento de ese color en el vagón. En el respaldo hay un cartel con íconos que representan a una mujer embarazada, a un paralítico, a un anciano con bastón y a una mujer con un niño en los brazos.

El tren se detiene en una estación muy concurrida. Sube mucha gente que va repletando el carro. Al final, por la puerta más alejada, veo subir un anciano de anteojos de fuerte aumento, usa una barba algo descuidada y medio rala, entre los pelos hirsutos se ve un cuero ajado por el tiempo y la vida intensa. Un sombrerito ridículo le cubre el pelo canoso. Con todo la imagen instantánea es de un viejecito frágil que tuvo que esperar a que treparan todos, presurosos, al tren para poder, al fin, sin peligro, subir en un último espacio sobrante. Entonces comienza lo inverosímil: El viejecito alza un brazo sólido, que asoma de una manga escocesa corta, y se ase con certeza de un tubo quizás pensado para los pasajeros jóvenes y ágiles. Con voz segura, que pude oír a la distancia comenzó a repetir: "¡Permiso! ¡Con permiso! ¡Disculpe!" y a sortear con rapidez la masa compacta de pasajeros. Su rumbo era claro. Metiendo unos pies bien calzados en bototos que podían ser de montañismo, entre las piernas de la gente y los brazos nerviosos y duros entre los cuerpos, se dirigió con precisión al único asiento blanco del vagón.

Cuando se plantó frente al hombre mayor que lo ocupaba, ya había perdido esa imagen de viejito frágil. No obstante, con voz cascada dijo: "¡Me deja el asiento, por favor!". Fue raro. Vestía pantaloncito corto hasta las rodillas, calcetines de rombos que asomaban de la caña del bototo. Estaba parado con las piernas macizas algo flectadas, los hombros bajos y la espalda cargada, se sujetaba con firmeza, con un brazo pecoso y de músculos tensos, del tubo junto al asiento. La postura, con todo, parecía fingida y las señales de vejez un disfraz. El hombre lo miró con extrañeza. Yo también. El vejete insistió: "¡El asiento!", dijo asertivo y con la mano libre, una mano grande y nudosa, hizo ese gesto típico que significa: "¡Rápido! ¡Levántese usted!". El hombre del asiento dijo entonces: "¿Por qué?".
- Porque soy un anciano y este asiento me corresponde- confirmó el viejo, subrayando el gesto de la mano meneando la cabeza de abajo a arriba.
- Yo también- dijo el otro y lo miró desafiante.
- ¡Usted es un tipo joven y vigoroso!- afirmó el que fuera un viejecito. El otro no dijo nada, pero metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó una credencial con el logotipo del ferrocarril metropolitano y se la exhibió, dijo:
- Aquí el propio Metro reconoce que soy de la tercera edad.
- ¡Pero yo soy un anciano!- respondió con cierta ira que iba en aumento- ¿Acaso no lo comprende usted?
- Pero yo me senté primero y estoy en mi derecho.
- ¡Usted es un insolente y un tipo despreciable!- gritó el vejete y agarró al hombre, con ambas manos de las solapas y con un rugido feroz lo levantó y lo lanzó a un lado. El otro, sorprendido, fue a caer, sentado en el suelo, entre la gente que se apartó al ver la violencia del anciano. En ese momento el tren se detuvo en la estación. El abusado se incorporó y descendió avergonzado del vagón. El viejito se sentó en el asiento preferencial, con la espalda algo cargada, posó las manos sobre sus rodillas desnudas y el gesto de su cara y cuerpo se relajaron hasta la fragilidad. Con la vista fija en algún lugar inexistente en la lejanía ausente, comenzó a balancearse adelante y atrás con infinita suavidad.

Kepa Uriberri