Mas allá de la culpa

Erich huyó del campo de prisioneros. Se refugió en Argentina donde muchos años después, casi cincuenta, fue descubierto. La justicia italiana lo reclamó y después de muchos esfuerzos, a lo largo de años, logró condenarlo por crímenes de guerra, a prisión perpetua. A los ochenta y cinco se le confinó a su propio domicilio. Quince años después, a los cien cumplidos, Erich Priebke murió sin renegar de su pasado y su pensamiento. ¿Por qué habría de hacerlo, si la sociedad en que nació le grabó con fuerza esa cultura? ¿Quizás porque los demás alemanes claudicaron después de ser avasallados en dos guerras? Nadie crea que yo pienso de esta manera, lo que sí es cierto, es que creo que Erich tenía derecho a pensar así y a sentir de ese modo, y yo creo que todo pensamiento y todo sentimiento es respetable, incluso cuando yo lo juzgo perverso.

Bueno; las cosas son lo que son. ¡Nada más! Erich Priebke no puede ser enterrado en Roma ni en ningún lugar de Italia. Se niega a aceptarlo el pueblo italiano, el gobierno y también el Vaticano. Está bien, pero me pregunto: ¿Nadie, en Italia, cuando se le trajo, se le juzgó y condenó a cumplir prisión perpetua pensó que el hombre moriría algún día? Tal vez se le debió, adicionalmente, condenar a no morir jamás. Su familia en argentina, quizás quisiera expatriar sus restos, pero en prevención de aquello, la cancillería argentina declaró que no lo permitiría bajo ningún pretexto. El pueblo que lo vio nacer, en Alemania, ya rechazó la posibilidad de que se le entierre allá. El ministerio del interior alemán teme que de dársele sepultura en su territorio, pueda convertirse en lugar de culto de los neonazis.

¡Así es! Tal vez deba buscarse un lugar alejado, despoblado, ignorado, anónimo y secreto, donde se arroje insepulto, el cuerpo deleznable o las cenizas de este anciano, que a sus treinta y un años había cultivado tan sólidamente como muchos y muchos alemanes la cultura nacionalista que le exigía reivindicar los valores alemanes pisoteados al término de una guerra y sus tratados de paz, que los convertía en europeos de segunda categoría, al extremo que consideraba lícito y así lo sentía hasta el final de su vida, todos los valores del nazismo, con honestidad absoluta, equivocada, pero respetable: ¿Por qué no? ¿Quién le asegura a nadie que lo que piensa hoy, producto de una cultura sólida y arraigada en la sociedad, no es proscrito mañana? Así le sucedió a los socialistas, a los marxistas y tantos otros en mi país. También le pasó, después, a una generación militar y a sus seguidores, que creyeron ser salvadores de la patria. Entre ellos, Manuel Contreras, me recuerda a Erich Priebke. Carga una condena de más de trescientos años de cárcel. Muchos cuando lo dicen, emplean un tono de desdén, o peor, de saña. En realidad Contreras es un hombre perverso que la prensa y la opinión pública se solazan con cierto masoquismo de escuchar. Pero nadie, con sentido de realidad, reflexiona en que el hombre no va a vivir trescientos años más, lo mismo que nadie, en Italia, previó que Erich moriría. Sólo se pensó en la venganza social, la condena torpe que no repara la muerte de ninguna víctima, que no mitiga ningún dolor, tanto así que aquel dolor residual se opuso a que se le sepultara dignamente, en el intento de hacer aun más duro el castigo. Imagino cuando muera Manuel Contreras, doscientos ochenta años antes de cumplir su condena. En un país en que se vive con la mirada puesta en la dictadura militar, convertidos en estatuas de sal, tal vez resulte, también imposible, sepultarlo y se le mantenga en su ataúd en permanente vela, hasta la extinción de los trescientos sesenta años de su condena, en su celda de la prisión. Quizás si entonces se le meta en un saco que diga, con pintura roja: "Televisores"; se le ate con alambres un trozo de riel de ferrocarril y se le arroje en un lugar desconocido y secreto, en medio del océano.

¿Cómo cambiar una cultura absurda que vive de la venganza, de la revancha? Cuando el hombre inventa un modelo social que cree justo y válido, lo basa en la reivindicación, en la lucha de clases en el despojo de unos para resarcir a otros; en el enfrentamiento, en vencer al otro. ¿Habrá algún día en algún futuro, que el hombre aprenda a considerar que la verdad del adversario no es menos cierta que la verdad de uno, de manera que los valores que se privilegia no sólo se basen en la igualdad y la libertad, sino, quizás antes que nada, en la fraternidad? ¡No lo creo!.

Kepa Uriberri