Los de arriba, los de abajo
[De la novela La Sociedad]

Don Pancho caminó lentamente hasta la puerta del Club, haciendo un esfuerzo por sostener su dignidad. Uno de los mozos corrió a abrirla antes que él llegara. "¿Le llamo un taxi, don Pancho?". "No te pr...s homb; voy a pie, voy a pie", contestó abreviando. Estaba sguro que así no notaría que las palabras se le pegaban en la boca y los labios. Bajó con lentitud los escalones de la escalinata que lo sumergía en el aire acre del conflicto perenne entre las posiciones políticas de los bandos irreconciliables, aún cuando esa era la hora de la tregua, que recién se suspendía al atardecer, cuando los trabajadores volvían a inundar las calles y los buses de la locomoción pública; entonces todos, de uno y otro lado, comenzaban a manifestar sus propias molestias irreconciliables con las del otro bando. De ese modo se enfrentaban los momios y los comunachos. Había piedras, algunas balas, gases lacrimógenos, corrían los carros policiales lanzaagua por sobre la plaza frente al Palacio de Gobierno y por las veredas, la gente escapaba y se refugiaba en los locales comerciales que desesperadamente bajaban sus cortinas metálicas, temerosos de los desmanes. Pero aún era la hora de la tregua, de manera que Pancho se confundió con la gente que transitaba frente al Club y rodeó el edificio hasta una puerta, al nivel de la calle, en el mismo edificio del Club, pero que entraba a un local completamente separado. Era una especie de restoran o club más pequeño, donde se oía chocar fichas de dominó, batir dados en vasos de cuero y se mezclaba en las propias mesas, a la vista de los parroquianos, vino blanco con ginger ale, cerveza con bebidas de naranja, acompasando el ruido de los jugadores de dados y dominó. En algunas mesas había gente de aspecto bohemio e intelectual que conversaba con animación alrededor de un jarro de vino con frutas, o de chicha de uva. Entre la bulla y la actividad, cada mesa se concentraba en su propio juego o conversación, excepto entre las de los intelectuales, donde a veces alguno se pasaba de una mesa a otra y luego volvía a la propia, estableciendo una especie de cofradía privada entre aquellos que hacían tertulia. Este local, debajo del gran Club de la gente adinerada y poderosa, donde se fraguaba muchos de los destinos y sucesos del país, cobijaba bajo el nombre del Club Chico, a los intelectuales, a los bohemios, los jugadores sociales y algunas fuerzas políticas decadentes o marginales, que se infiltraban entre los otros grupos, o intentaban conspirar sus propias conjuras, a la vez que a los sindicalistas que sentían que al fin había devenido su oportunidad histórica que era necesario defender. Pancho atravesó la puerta y entró como un parroquiano habitual. De algún modo sintió que aquí, solo, se sentía más libre, aun cuando se daba cuenta que este no era su ambiente y todos y cada uno de aquellos seres le parecía algo sórdido, a la vez que sentía que de algún modo él mismo era igual a todos ellos, sin importar el desprecio que quería sentir. Se sentó en una mesa cerca de la cofradía intelectual, hacia el fondo en el ala derecha del salón. Casi todos los que ahí estaban le recordaban a su hermana Victoria, e incluso creyó reconocer a alguno que lo miró con curiosidad. Le sonrío, casi imperceptible a uno u otro y tal vez le dirigieron un saludo difuso. Pidió un vaso grande de cerveza de barril: "Tráeme un schop muy helado. ¿Entiendes?: Muy helado. De los grandes ¿Ah?" y se quedó mirando con la vista algo perdida en las maniobras de un mozo que descargaba una fuente con duraznos picados dentro de un jarro de vino blanco, que luego revolvía con una cuchara grande de bronce, tintineando armónica entre el chocar de dados y fichas de dominó.

"Aquí puedo descansar un rato, mientras me despejo un poco" se dijo. Sorbió un trago largo de cerveza y sintió que todo su cuerpo reaccionaba con la baja temperatura y el sabor suavemente amargo. Detrás de él, en la mesa vecina discutían: "No estoy de acuerdo con usté, compañero" decía uno con decisión, intentando rechazar la nominación de alguien llamado Pereira, porque "no es de los nuestros, ¿o no se da cuenta?" preguntaba más por afirmar la idea que por interrogar a los demás, que de inmediato levantaron un vocerío que apagó las ideas, trocándolas en confusión. Entre las voces se levantó otra que logró acallar algo la bulla, para defender a Pereira: "Así será, compañero, pero si lo ponemos, nos ganamos a los que no son del partido; ¿entiende usté?. De otro modo los momios nos pueden meter al Manos de Niña en la directiva y ese va a andar con los soplos con los patrones, ¿se da cuenta?". Otra vez la bulla borró las palabras, aunque el nivel de todas las voces subió. Don Pancho, aunque no conocía a los sindicalistas que planeaban alguna elección, de alguna institución desconocida, sintió desprecio por Pereira y pensó que era el "típico cobarde que no está ni en este lado ni en el otro". Mientras que el "Manos de Niña" claramente es un tipo que se la juega. "Seguro que por eso le inventan un sobrenombre que hace pensar en un mariquita", arguyó y se hizo la imagen de las manos blancas y muy finas, del pecho casi ausente, metido en una camisa de lineas tenues, sobre fondo blanco, con una corbata oscura y delgada. Quiso pensar en la cara del sujeto, imaginarla de algún modo, pero no lo consiguió. "Tal vez con anteojos" pensó encogiéndose de hombros y se acercó el schop a la boca. "Y total: ¿A mí qué me importa?" dijo en voz baja, hablando consigo mismo. "Lo importante, compañero, es evitar que la fábrica paralice" dijo la voz que a ratos se elevaba entre el barullo del desacuerdo. "Al contrario compañero" salió de nuevo el que apoyaba a Pereira, "es mejor que paralice. Así pedimos la intervención". "Entonces mejor que los momios elijan al Manos de Niña, pueh" terció uno que no había hablado antes. "Sabe, que en eso tiene razón el compañero, aquí" dijo uno más y otra vez la mesa se llenó de bulla y discusiones cruzadas. "Si estos huevones estuvieran a cargo de las industrías, quedaría la cagada en el país" dijo don Pancho en silencio, mientras meneaba la cabeza. Alguien en la otra mesa, aunque don Pancho estaba de espaldas, percibió que no era de los suyos y al parecer hizo alguna seña a los otros. La mesa quedó en absoluto silencio. "Es un momio infiltrado" opinó uno en voz muy baja. "¡Qué importa! Está borracho, compañero". Otro, tímidamente, casi asustado dijo: "No sé; con los compañeros momios nunca se sabe, compañero". A partir de ese momento la conversación derivó en un tono confidencial y los desacuerdos en un murmullo bajo, que al parecer acalló las pasiones y abrebió la reunión. Alguno se paró de repente y dijo que tenía que retirarse: "Ya es tarde compañero, y la compañera está sola en la casa". Agregó, brevemente, que había que ver después otro lugar seguro para las reuniones de la célula y miró hacia la mesa de don Pancho, haciendo un respingo despreciativo, o casi agresivo, después de lo cual se fue. Don Pancho lo vio pasar hacia la puerta y estudió todos los detalles de su aspecto, como si fuera el presidente del sindicato de su propia empresa. Cuando la puerta se cerró detrás del sindicalista pensó que no tenía sentido lo que hacía, ni la odiosidad y el desprecio que se esforzaba en sentir por él y los otros que aún estaban ahí detrás. De modo vago sentía que tanto ellos, como él mismo, tenían sus propios anhelos y deseos, desafíos que la vida les atravesaba en el camino y cada uno se veía compelido a enfrentar. Muchos de sus desafíos, hoy, eran los objetivos de gente como los de la mesa vecina. Ellos querían obtener de la vida lo que él ya tenía y quería defender. Ellos luchaban por conseguirlo y en la medida que lo hacían, él lo perdía, hasta el punto que sentía que de cierta manera estaba siendo despojado. Pero así como él tenía lo que aquellos querían, era porque él mismo había luchado por conseguirlo y de uno u otro modo se lo había restado a alguien más; si no él, tal vez su padre o su abuelo, o quienes eran sus servidores y se veían obligados por sus necesidades a acopiar para él lo que él acumulaba, esperando a tener la oportunidad de hacerse ellos, cada uno, su propio acopio. "Es una lucha maldita" se dijo. Aunque entendía que la cuestión no era de justicia, ni de equidad, sino "simplemente es una pulsión humana. Nadie está exento de ambición. Ellos quieren lo mío y cuando lo tengan, querrán conservarlo y habrá otro que quiera despojarlo. Esa es su torpe lucha de clases", pensó. "No se dan cuenta que cuando ellos hayan prosperado, tendrán poder y su prosperidad se multiplicará, entonces ellos serán los abusadores, porque tendrán que mandar a los que entonces sean como ellos y se partan el lomo por otro. Cuande sea así, se darán cuenta que yo me lo merecía, porque lo conseguí y entenderán por qué no se los quiero dar pelado".

"Sabe, compañero, que yo creo que este momio debería ir a emborracharse a su club en vez de estar tomando aquí, en los lugares del pueblo" opinó ofuscado el que defendía la postulación del Manos de Niña. "Dígale que se vaya, entonces, pues compañero" alegó otro. De inmediato se armó una discusión entre los que sostenían que estaba borracho y no había que tomarlo en cuenta, los que creían que los estaban vigilando y los que pensaban que había que exigirle que se fuera a tomar arríba, en el Club: "Aquí abajo, el Club Chico es para el pueblo compañero". La bulla de voces y opiniones volvió a apagar las ideas, llenas de matices. Don Pancho comprendió que se trataba de él y con dificultad giró la cabeza para ver a los hombres de la otra mesa, en un gesto entre confuso por el alcohol y de desprecio. El hombre que postulaba al Manos de Niña lo vio e interpretó su mirada como un desafío. Para sus adentros se repitió el lema que resumía el sentimiento reivindicativo de su clase: "¡No pasarán!", en este se encarnaba la resistencia irreconciliable a la clase dominante, más el anhelo casi cumplido de la toma de poder que el pueblo iba consiguiendo. El desprecio que leyó en la mirada del otro le produjo un calor en el centro del pecho que le subió a la cara como rubor y al ánimo como rabia sorda. "¡Qué!" le lanzó con un gesto de adelantamiento de la barbilla. Don Pancho percibió, no sin cierta lentitud, que su pensamiento era confuso y sus reacciones demoradas. Se encogió de hombros y levantó las manos, mostrando su indefensión, a la vez que alcanzó, dentro de su confusión a ponderar que físicamente estaba en desventaja no sólo con aquel hombre, al que veía pleno y claro, sino en cuanto cantidad, para enfrentar solo a los seis u ocho hombres de la mesa vecina, o quizás a todos los parroquianos del bar. "¡Nada, pues hom!" dijo. El otro, arrugando agresivo el ceño, repitió el gesto y preguntó: "¿Aquién le dice «huevón», compañero?". "Le dije «hombre»" y repitió lentamente, subrayando las sílabas: "hom-bre ¡y no soy su compañero!" terminó poniendo a su vez una nota de resistencia agresiva. Tomó su schop y se lo acercó a la boca, pero en mitad de camino percibió que ya estaba vacío. Lo devolvió a la mesa mientras la mirada se le perdía y sin casi darse cuenta, oyo su propia voz gritando: "¡Mozo! tráigame otro".
- ¡No compañero! - dijo el hombre que postulaba al Manos de Niña: - Usted no va a seguir tomando aquí. Si quiere tomar, váyase arriba, a su Club.
- ¡Putas! - exclamó don Pancho: - Yo soy Francisco Viejo de Ortiz y tomo donde quiero... y usted, su pelafustán infeliz, no me va a venir a dar, jamás, instrucciones a mi.
- ¡Ah! ¿qué no? - dijo el sindicalista retirando su silla y levantándose. El resto de los hombres de la mesa, que hasta ese momento seguían discutiendo, se callaron simultáneamente, unos mirando a su compañero, otros a don Pancho, que intentaba sostener un gesto de desafío mientras se levantaba pesadamente. El sindicalista avanzó sobre don Pancho y le dio un empujón en el pecho, pero este era mucho más pesado que él y a pesar de su estado de cierta confusión no se movió, pero la rabia de sentirse empujado por aquel tipo por el que sentía un desprecio profundo y del que se sentía tan superior, lo hizo reaccionar, lanzando un manotazo que más por fortuna que precisión, fue a dar en pleno rostro del sindicalista. El peso del golpe lo lanzó sobre la mesa de sus compañeros que se levantaron todos, llenando de bullicio el local. Dos o tres de los sindicalistas se acercaron, agresivos, a don Pancho que miraba el efecto de su mamporro con cierto estúpido orgullo triunfante, sin carecer, en todo caso, de alguna sorpresa. Sin embargo, si en algún momento tuvo temor del número de hombres que tenía en contra, ahora se sentía suficientemente envalentonado para enfrentarlos a todos, juntos o de a uno en uno.
- ¿¡Qué te hay creído, momio desgraciado!? - lo interpeló uno, agarrándolo por la solapa, mientras el otro a traición le dio un puñetazo en una oreja. De alguna mesa vecina se acercó alguien y se interpuso entre los agresores y don Pancho que intentaba lanzar golpes por sobre el hombro de éste.
- ¡A ver! a ver, calma compañeros - dijo, dirigiéndose a los sindicalistas -, el compañero momio está solo y ustedes son varios, él no los ha molestado ni les ha hecho nada. Además basta verlo para saber que no está en condiciones de defenderse. El pueblo nunca usará el abuso, como hacen ellos para defender sus derechos, de modo que cada cual a su mesa y aquí mantengamos la paz: ¡Venceremos compañeros! - dijo finalmente, para subrayar su discurso.
- ¡Venceremos! - dijeron todos los sindicalistas a coro. Don Pancho hizo una mueca de desprecio y miró a su primer agresor, sentado a la mesa, que con un pañuelo se cubría boca y nariz, ensangrentados.
- Siéntese amigo - invitó el pacificador a don Pancho, tomándolo de un brazo. Él mismo se sentó también a su mesa. Era un hombre de expresión severa, aunque los ojos proyectaban cierta bondad triste, quizás por el peso que ya tenían, en ellos, los años. Tenía el pelo y la barba crecidos vestía una chaqueta de cotelé o pana acanalada, de color verde sucio sobre un chaleco de lana negro de cuello alto. En el pescuezo, atado en desorden, tenía un pañuelo rojo, más bien oscuro. Don Pancho lo asoció con la figura de algún guerrillero, o extremista de izquierda. Percibió que la lentitud de sus reacciones no le permitían decidir qué hacer en ese momento; si expulsar al guerrillero de su mesa, o agradecerle el gesto de defensa, o bien ofrecerle un trago y sólo lo quedó mirando con la vista algo desenfocada. En la mesa vecina todos se sentaron murmurando y preguntando al herido cómo estaba.
- ¿Usted es el hermano de Victoria? - mas bien afirmó que preguntó el guerrillero. Don Pancho hizo un esfuerzo por enfocar no sólo la vista sino también sus recuerdos -. Nos conocimos en la inauguración de su última exposición, en la galería de la Carmen Berthee - quiso ayudar. Pancho sólo recordaba a ese estúpido que simulaba sostener una pelota de dolor entre las manos, que parecía recoger desde alguna pintura, para él, completamente abstracta y sin significado alguno. Sin embargo no recordaba su aspecto, sino sólo su desorden personal, tanto en el pelo crecido, la ropa añeja y arrugada, y lo pretencioso de su expresión: "¡Qué doloroso!".
- ¡Ah! sí, sí - respondió. - ¿Quiere tomar algo?.
- Gracias, un schop si no es molestia.
Don Pancho pensó que lo era, pero levantó la mano y llamó al mozo para pedir dos schop. Se hizo un silencio momentaneo, que don Pancho sintió incómodo y largo. Buscando algo que decir, en vista que el hombre se había instalado ya ahí, repasó las posibilidades: ¿Victoria?. No. Victoria no. No tendría mucho que decir de Victoria que fuera más allá del ámbito familiar. Alguna curiosidad sentía por saber la razón por la que él lo recordaba, pero pensó que se debería a que Victoria sería, como siempre, una especie de protectora para él, como lo era con todos estos parásitos que sobrevivían en torno a la farsa del arte. No. No tenía sentido hablar de eso. ¿Del arte en general?: ¿Para qué?. Sabía qué ideas defendería este hombre, tan manidas, tan repetidas: "Es una expresión de los problemas del hombre como ser sufriente", o bien, "es un lenguaje para la lucha del ser humano contra la opresión". "Qué torpes" pensó. Si así fuera, ¿contra qué opresión estaría luchando el hombre? ¿de la naturaleza? ¿de la sociedad? Si fuera de la sociedad sería raro, porque la sociedad es la obra del hombre: ¿Entonces el arte sería como un lamento de lo idiota que son los hombres oprimidos dedicados al arte?. No, tampoco estaba dispuesto a hablar de este tema. "Tendría que hacerlo pedazos y ni así comprendería nada". Tal vez le gustaría saber, no en lo profundo, sino como una cuestión de curiosidad de tertulia: ¿Qué le había parecido tan doloroso en aquella pintura?. Entonces dijo:
- Bien... - y se quedó en silencio pensando cómo plantearlo.
El otro, después de un momento se sintió obligado a decir algo y repitió:
- Así pues: Bien -. Se dio cuenta que don Pancho no tenía nada que decir y pensó: "¡Qué imbécil más pobre diablo!" y se preguntó cómo podía vivir nada más que amasando fortunas a costa de los otros, para darse placeres que se convertían en rutinas planas, sin sentido, hasta llegar a ser disculpas para beber en exceso, para tener sexo con mujeres de pago en exceso, para transformarlas en confidentes de su pobre vida llena de inconsecuencias, hasta salir a buscar la vida en los bares que no eran los de su clase.
- ¿Por qué tan doloroso? - preguntó finalmente don Pancho. Sintió que la pregunta había sonado traposa y se sintió tonto y disminuido, al permitir que la lengua se le arrastrara.
- ¿Cómo dice...?
Se esmeró en modular, pero sintió que hablaba ridículamente lento cuando dijo:
- ¿Qué tenía tan doloroso ese cuadro de Victoria?.
Parecía que no recordaba aquella pintura. Entrecerró los ojos y levantó la vista hacia alguna inspiración o recuerdo difuso: "¿Doloroso?" se preguntó. El mozó trajo, en ese momento los schop y preguntó si deseaban algo más.
- No lo distraiga, no lo distraiga - dijo don Pancho y lo despidió con el gesto de la mano. Su defensor hizo un gesto con las cejas, que bien podría significar: "En fin... No lo recuerdo de nada..." y tomando su jarrito empinó un sorbo largo. "¿Por qué me preguntará esto?" reflexionó. "No recuerdo ningún cuadro doloroso". Entonces dijo:
- ¿Cuál sería ese cuadro? - Y seguía pensando, por ver si recordaba el cuadro en cuestión, por qué podía interesarle eso al hermano de Victoria, que era un típico burgués que creía que el arte era sólo alegría y ornato, y su valor se afincaba en los billetes verdes en los que podía transarse. No llegaba a comprender que tuviera algún pensamiento más profundo sobre el arte, como el dolor o el peso de ánimo que podía expresar.
- Había - dijo con dificultad y lentitud, consciente del peso que sentía en los párpados y la rigidez en los labios -, había como una grua en el puerto, quizás en San Antonio, sí, San Antonio, porque era un puerto pobre, vacío; pero arriba estaba el parque, que no era en San Antonio. El parque era El Forestal o algo así... - se quedó pensativo un rato, pero un cabeceo lo volvió a la realidad - ¿Por qué tendría que haber un parque arriba de un puerto tan pobre? - dijo - es ridículo - y se dio cuenta que hablaba para sí mismo y no para el otro, casi como si se hubiera dormido. Entonces pensó que realmente su hermana Victoria era muy excéntrica y que no la entendía.
- ¡Ah! ¡Sí!. Ya lo recuerdo -. Le resultaba extraño, sin embargo, que este hombre presintiera con sensibilidad el contrapunto de aquella pintura y la guardara en el recuerdo, pero no llegara a analizarla como una entrega de un reclamo social. "Parece que esta gente se negara a su propia sensibilidad" reflexionó. No sólo lo hacen con el arte, sino también en la vida diaria, concluyó. No comprenden las necesidades de los otros, las angustias, los dolores, la gran barrera que ellos construyen al vivir sólo para juntar, como quien bate una marca atlética, por una mera cuestión de competencia y jerarquías. Tal vez esa extrañeza lo llevó a explicar:
- Su hermana separa, en esa pintura, dos mundos que sin embargo viven juntos aunque sin abrazarse nunca, ¿lo ve usted?. Es el dolor inmenso del que está abajo, sometido por sus necesidades, por el trabajo, por la miseria, mientras arriba y a su costa, hay una vida cómoda y placentera, con bellos parques, luminosa y alegre. Pero estos mundos nunca se juntan. No hay una comunicación ni se tocan los de arriba con los de abajo, como si existiera una barrera invisible, imposible de romper. Recuerdo que al verlo sentí el dolor del hombre que se separa del hombre y lo mira con desprecio, y el dolor del hombre separado del hombre que anhela con odio; pero todos son el mismo hombre y el mismo mundo: Eso es muy doloroso - concluyó. Don Pancho vio que arrugaba los ojos enrojecidos, y pensó: "Está ebrio. Esta gente bohemia está siempre ebria. Por eso siempre lo ven todo al borde de la borrachera triste y a eso le llaman poesía".
- Pero - dijo, y sentía que hacía justicia al explicar el equívoco en que caía el otro -, partiendo por la escena misma, el paisaje no es real. No hay puerto alguno, y señálelo si me equivoco; que tenga un parque encima. Eso no existe en ninguna parte. Mi hermana lo inventó igual que inventaba casitas de colores una al lado de la otra que hacían una forma de cerro y detrás le dibujaba el cerro y detrás, escondido, el sol que no llegaba a las casitas y pasaba por encima. En cada casita en la puerta había un niño que miraba el cielo y nunca había árboles. Todo era falso, pero era bonito porque era distinto de la casita con cerro, con sol, con niño, con árbol y caminito que dibujaban todos. Victoria siempre dibujaba cosas diferentes a los otros niños. Pero de ahí a ese significado mañoso hay un abismo, pues hom -. Se quedó pensando en su explicación y no se sintió satisfecho. Le pareció que no había sido claro, pero estaba seguro que a Victoria sólo le divertía la diferencia: Hacer algo distinto, que los demás no hacen, y agregó, entonces: - La Viqui se diverte siendo diferente y mostrando su diferencia. Nunca habría dibujado el puerto de San Antonio con el cerro atrás y las casuchas de los pobladores. Queda más lindo con el parque Forestal. Es nada más que eso.
- ¿Usted no cree que eso esté diciendo algo? ¿Acaso cree que es el placer de decir mentiras al óleo?.
- ¡Putas! ¡No sé! - Sintió una cierta rabia por la contundencia de la ironía, que contrastaba con su larga respuesta, en la que había sentido que no decía nada - La porquería no adorna por eso le pinta un parque. ¡Qué más!.
- El arte no tendría sentido en ese caso. Para adornar paredes no se hace arte. Ustedes no entienden nada y por eso reducen la cosa a utilitarismo y a dinero. Por eso usted entra en conflicto con los sindicalistas: Porque no entienden nada.
- ¿Y los sindicalistas: Sí? ¿Usted: Sí?
- Sí, pues.
- ¿Cree en la justicia social y la reivindicación del pueblo?
- Por supuesto que creo, porque soy sensible.
- ¿Y a usted le habla clarito ese arte de la Viqui?
- ¡Muy claro, pues!
- ¿Y cree que a ellos también? - y mostró a los sindicalistas que aún discutían en la mesa vecina.
- ¡También! Creo que sí.
- ¿Y de qué sirve que les hable a ustedes? ¿Me puede explicar eso?.
- Sirve para que la gente sensible haga conciencia de la injusticia.
- O sea los sindicalistas, los artistas ¿y quien más? Porque los que compran las pinturas lo hacen para adornar la pared y no entienden el reclamo. De ser así sería un arte inútil. El arte sería inútil, pues hom -. Ahora sintió que había acertado, sintió que había demolido los argumentos del otro y había dejado las cosas en su lugar.
- Si así fuera, mi amigo, la sociedad no distinguiría a sus artistas. No los recordaría para siempre por sus obras. ¿Por qué habría de recordar y destacar a un montón de inútiles ilusos? Ustedes no entienden que la cuestión es al revés, o sea, ustedes se esfuerzan por prostituir el arte y al artista, transformándolo en decorador de elite. Del mismo modo que transforman la necesidad del pueblo en provecho comercial para la oligarquía, transforman el arte en comercio. Pero no se dan cuenta que ustedes son la minoría. Sólo tienen más poder. Pero el artista es un bien social y su obra es de todos y sirve a todos, le habla a todos.
- Es raro, pues hom - dijo Pancho que ya se sentía exasperado con el bohemio -, porque la Victoria es una oligarca, igual que yo, pues hom: Es mi hermana, hija del mismo viejo oligarca. Ella es capitalista a medias conmigo - concluyó sonriendo burlón.
- A veces no es cuestión de tener o de haber nacido aquí o allá. A veces la generosidad es más poderosa, a veces el sentimiento es más fuerte. También hay gente que nace sin nada y termina con el alma enferma: ¡Qué lástima! - dijo y se terminó el último trago de cerveza. Luego se despidió y se fue a sentar a la mesa de donde había venido.

En ese momento los sindicalistas se pararon y abandonaron el local. Algunos, al pasar junto a don Pancho estrellaron su silla o empujaron su mesa y se fueron entre risas y epítetos murmurados en voz baja: "Ya vai a ver momio infeliz" y "¡No pasarán!", o "¡Venceremos!" y más. Don Pancho se sentía algo más despejado, después de la discusión y al lanzar un manotazo a algún agresor sintió que sus reflejos ya estaban bien. Miró la hora y decidió irse.

Salió a la calle y le llegó el aroma acre de las bombas lacrimógenas que aún no se disipaba, aún cuando la noche ya habia entrado en la calma. La gente en los paraderos de la locomoción pública iba llenando los buses escasos que todavía circulaban. Otros caminaban observando recelosos a las personas que se cruzaban, según si los juzgaban de uno u otro lado. Don Pancho, por su parte, sin importar los sentimientos que tuviera por los demás, siempre sentía una seguridad en su superioridad, que lo hacía desprevenido. Camino por la Alameda del Prócer sin mirar a la gente, sino apenas como esos reflejos en la oscuridad que atraviesan las vidrieras, donde parece que todo fuera casi brillante por efecto del mero contraste de luz y sombra. Extrañamente, aunque él mismo no era alto, su sensación entre esas gentes era la de caminar sobre el nivel de sus miradas, como si todos fueran más bajos que él y pasaran evitando su mirada que tampoco les dirigía, o mirándolo con recelo y temor, recubierto de respeto. Muchas veces hacía esta caminata en el fresco de la noche ya caída y siempre tenía la sensación que la gente que caminaba por las calles a esas horas era fea. Los hombres eran toscos, pequeños, anchos, de piernas delgadas bajo los pantalones raídos, de manos nudosas y grandes, de narices abultadas y ojos huidizos. En alguna ocasión, al observarlos en la distracción del camino, pensó que esa gente estaba mucho más cerca del simio, aun cuando algunas mujeres jóvenes y muy pintadas, vestidas de manera obvia y provocadora, en las cercanías de la iglesia roja resultaban atractivas, pero, se decía, eran atractivas porque traían el recuerdo de sus primeras sensaciones eróticas, de aquellos primeros anhelos que no sabía explicar cuando de niño quería tocar las piernas gruesas y morenas de la empleada del servicio doméstico, o mirar a escondidas sus pechos desnudos desde el árbol del patio a la hora de la siesta. Desde aquel entonces los labios muy rojos, o el pelo levantado sobre la frente, lo excitaban intensamente.

Sólo al llegar frente a la Biblioteca tomo conciencia que un grupo de hombres que siempre habían caminado a cierta distancia, delante de él, se detenía unos pasos más allá del gran portal del edificio, ya a oscuras. El sector estaba solitario y no se divisaba a nadie, salvo al grupo de personas en cuestión. De manera permanente los había oído hablar en voz alta y con cierto desorden, quizás festivo, aunque nunca distinguió de qué hablaban. Pero ahora, al detenerse, el grupo había caído en el silencio más completo. Iban notoriamente más lento, como si calcularan el espacio y el tiempo justo para que su seguidor los alcanzara. Eran no menos de cinco y sintió, contra su seguridad de siempre, que lo invadía la alarma. Reaccionó, sin embargo, con la certeza acostumbrada y se retuvo del impulso de atravesar hacia el sur de la avenida, pero acortó el paso. Los hombres ya llegaban a la bocacalle que separa la Biblioteca de la Plaza del Intendente. Atravesaron sin mirarse, sin mirar atrás, a paso lento. Se detuvieron bajo la estatua cagada de palomas, donde el intendente mira con la férrea vista verde hacia el oriente, observado por una mujer ángel que a sus pies, impasible, juzgaba la mierda blanca y jaspeada que le chorreaba la calva y los hombros. A su alrededor, en algunos faroles de globo empavonado, se acurrucaban las palomas que durante el día lo defecaban. El grupo de hombres verificó que don Pancho todavía caminaba, muy lento, en su mismo rumbo. "Ahí viene" dijo alguno, y todos emprendieron su lenta marcha sobre el paso a nivel junto al cerro. Pasaron frente a las puertas de hierro, ya cerradas, del cerro y se detuvieron más allá del mural de la poetisa, en las faldas del parque. Don Pancho, con cierto alivio se sintió a salvo y bajó a la calzada para atravesar a la plaza del Gañán, frente al edificio de la Sociedad.

El Labios Negros ya no dormía. Las noches le resultaban largas y tediosas, entonces las agotaba lentamente recorriendo las escalas del edificio, revisando los siete pisos inútilmente; también, rodeando la pequeña manzana por el lado de la Alameda; cuidaba, por aburrimiento, el kiosco de diarios de la Chelita, revisaba la cortina metálica que protegía la botica y giraba hacia la Diagonal por la callecita ciega detrás de La Sociedad, luego volvía y repetía la vuelta. Fue en ese momento cuando vio cómo don Pancho bajaba a la calzada frente a la estatua del Gañán y al grupo de hombres que vociferando se iban contra él.

Don Pancho reconoció a los sindicalistas del Club Chico. Ya sabía que eran ellos. Sabía que venían buscando revancha, ahora que no tenían la contención del intelectual de izquierda. No se escuchaba consignas, sino apenas murmuraciones. "¡Dele fuerte compañero!" animaba uno. "¡Momio maricón!" decía otro. Don Pancho no dijo palabra. Sólo con un sentido de absoluta superioridad golpeó a quien pudo del modo más certero que pudo. El Labios Negros no alcanzó a pensar que estaba muerto, que su inmaterialidad lo ponía en desventaja. Nada más pensó que La Sociedad estaba siendo atacada y que él debía defenderla. Nunca supo cómo atravesó con tanta rapidez la calle, ni tampoco cómo proyectó esa energía que hasta entonces no conocía y que iluminó como un fogonazo de pálido transluz, la escena. No alcanzó, siquiera, a entender cómo había proyectado ese bramido atroz que paralogizó a los agresores. No obstante lo cual don Pancho alcanzó a dar el último golpe en la nariz herida del sindicalista que lo había agredido en el Club Chico, mientras algunos de sus compañeros que vieron el extraño fenómeno arrancaban despavoridos. Otros, como la víctima del golpe de don Pancho no lo habían percibido y sólo se paralizaron al notar la inesperada huida de sus compañeros. Don Pancho mismo tampoco había visto ni oído nada y pensó que la efectividad de su propia defensa los obligaba a huir, entonces, encarando su escape les grito: "¡Vuelvan! ¡Comunachos cobardes!". "Ya, don Panchito, déjelos, no más. Vámonos de una vez" le dijo el Labios Negros tomándolo de debajo del brazo e intentando llevárselo de ahí, bajo la vigilancia impasible del gañán que los miraba desde su pedestal frente al edificio de La Sociedad. Pero don Pancho ni lo oía ni percibía sus tirones. Sólo seguía provocando a sus agresores, a los que persiguió hasta la entrada de la Avenida frente a la Biblioteca.

"¡Qué crestas pasó, compañero!. ¿Por que arrancaron todos?. Me dejaron solo con el momio" decía el que había recibido el golpe en las narices, que protegía con su pañuelo ensangrentado. "¡Putas! ¿es que no vio la tremenda explosión, compañero?". "Yo no vi na, compañero". "Había un hombre como de color pálido, compañero. Tenía como una cotona azul y la boca muy negra. De repente la abrió y fue terrible. No sé cómo un hombre transparete, como ese, pudo hacer un ruido tan fuerte, compañero". "Sí. Yo también lo vi, compañero, y me cagué de susto. Por eso, no más, arranqué compañero". Los compañeros sindicalistas siguieron al sur por la avenida comentando, sin escucharse demasiado uno a otro, el extraño suceso y el poder del Labios Negros, hasta que llegaron a un restorán típico que había a una cuadra hacia adentro, donde se tomaba todavía la pílsener por metro cuadrado y se comía cazuela de pava con chuchoca para curar males. Ahí se instalaron en una mesa a ordenar sus ideas. Concluyeron que sin importar los hechos aciagos de una noche equivocada, al final, el pueblo unido vencería: "¡Ahora es nuestro ahora!" dijo el chico Escobar, al que todos creían medio poeta.

Don Pancho, todavía agitado, volvió a La Sociedad donde el Labios Negros lo esperaba con las mamparas abiertas. Lo llevó hasta su oficina y lo dejó sentado, sonriendo, en el sillón de don Pancho Viejo, con un vaso de whisky.

Kepa Uriberri