La ciudad orgánica

No puedo dejar de imaginar la realidad como un proceso continuo y quizás espiral, donde la gran máquina universal gira sus engranajes en cada vuelta un paso más amplio que la anterior, donde el progreso es la condición inevitable. Así la vida nace del proceso de prosperidad creando organismos. En cada vuelta espiral estos entes orgánicos son más y más sofisticados a base de la asociación de los anteriores. Así la vida crea al hombre y este crea, en su asociación una entidad superior en la familia, en la ciudad y en la nación. El hombre se ve, a sí mismo, como el producto final y propietario de la naturaleza, o cualquier otro ente que considere su producto, al punto de verse distinto de estos, en una disociación absurda. Si se toma este concepto, que quiebra la comprensión del proceso de derivación del espiral de progreso de la realidad, se desvanece el entendimiento de la ciudad como producto natural del devenir progresivo y se entiende sólo como una estructura humana e inanimada. A la inversa, y quizás si mucho más realista, si vemos al hombre como un recurso más de la naturaleza, al que éste pertenece, y no a la inversa, entonces la familia, la ciudad, la nación y cualquier entidad en que está incluido el hombre, son entes orgánicos independientes, a los que el hombre pertenece.

Si bien la ciudad es construida por el hombre, no lo es de modo demasiado diferente a como el hombre es construido por las células que se asocian en él. Todo organismo vivo está compuesto de otros organismos elementales. Visto de este modo es posible entender a la ciudad como un ser con identidad viva y por tanto con un carácter propio. Quienes viven ahí, desarrollan en ella su vida privada y personal, pero a la vez participan y crean el devenir del organismo superior, la ciudad, al que pertenecen. La reunión de anhelos, esperanzas, frustraciones, intentos y más, de todo lo que la conforma, crean su vida pública.

No se entiende, los grandes movimientos del hombre sin el carácter de las ciudades que habitan. Así, por ejemplo, sin la existencia de la ciudad no es posible la rebelión del hombre contra el absolutismo europeo. Es la ciudad de París como ente vivo la que entiende, de manera orgánica, que su vida pública debe cambiar. La revolución en Francia se asocia a sus ciudades mucho más que a sus ciudadanos. Sólo hacia el final del proceso iniciado en la revolución, Napoleón produce un proceso personal, el último de su época en el que se entiende la voluntad de un hombre, caudillo y guía, como potencia vital de la sociedad. Quizás haya quienes quieran ver en dirigentes sociales como Hitler, la sobreposición de la voluntad personal por sobre la voluntad orgánica nacida de la ciudad como ente base del devenir social, sin embargo la ideología tras el nazismo es social y se hace posible en el anhelo público de reivindicar el carácter colectivo alemán, que sólo se comprende a partir de la ciudad alemana. Charles Dickens lo intuye de alguna manera en su Historia de dos ciudades, que representa el distinto carácter de Londres y París, en el entorno anterior y durante la revolución francesa. Si bien el relato requiere narrar la vida de sus personajes, estos estructuran la calidad diversa de la vida de sus ciudades, una en paz y orden, mientras la otra se convulsiona, cambia su curso y carácter. Aún más claro lo dice Lope de Vega, ya en el siglo diez y siete: «- ¿Quién ha matado al comendador. - Fuenteovejuna, señor». En esta ficción, el comendador Fernán Gómez se enfrenta no a las víctimas de su abuso, sino a la ciudad abusada y ultrajada en sus habitantes. Aparece, entonces, Fuenteovejuna como entidad protagonista que se enfrenta y mata al abusador. Es la ciudad la que busca el perdón de los reyes y es juzgada como un todo.

Se mira estas ficciones, tal vez, sólo en su dimensión de ficción y no sirven tan a menudo de reflexión como, ojalá, sucediera. Sin duda en distinta circunstancia, aunque del todo análoga, es la rebelión de los estudiantes franceses en París, en mayo del mil novecientos sesenta y ocho. En nuestros propios días alrededor de toda nuestra vieja pelota aparecen las rebeliones urbanas para liberarse de tiranías agobiantes o para evidenciar el fracaso de las formas de vida imperantes. Los indignados de Madrid han sido un contagio que ha prendido de ciudad en ciudad en Europa y América. Cada cual podrá constatarlo en sus cercanías, unos en Yosoy132, otros en Patagonia sin represas, o en Educación de calidad y gratuita para todos, y la reacción a la Ley Arizona SB1070. Antes, en los finales de los ochenta, la explosión de júbilo urbano con la caída del muro en Berlín, muestra el sentimiento de la ciudad, que se construye, sin duda, del de sus habitantes todos, aún cuando en el sentimiento privado podrá haber quienes hayan lamentado o temido en su intimidad dicho evento. En cada ejemplo que se tome, podrá encontrarse sentimientos privados a favor o en contra, ya sea de la construcción de grandes represas en el río Baker, de una ley de pesca que favorece a las empresas sobre los artesanos, de quienes creen en la educación privada o los que están a favor de la pública y gratuita, o aquellos que se sienten oprimidos en contraste con quienes se dicen liberados; pero siempre, la conjunción de todos los sentimientos, la de todas las voluntades, genera el sentimiento y voluntad diferente y propio de la sociedad afincada en la ciudad: La voluntad orgánica y pública.

El sentir colectivo, su pensamiento conjunto, la voluntad que de ahí nace, y el orden y administración de la vida pública, conforman un carácter único de cada ciudad que puede ser diferenciado, a pesar de cualquiera similitud. Este solo hecho empuja a pensar en que cada individuo es tan sólo una célula de la rodilla del gigante. El gigante urbano es, en este contexto, el ser. Cada uno envía, como la rodilla, su bien o malestar, como señal de salud al gran centro nervioso que desata los actos de la vida pública urbana, privada de la ciudad. Y digo privada de la ciudad porque me hago cargo que ésta ha de ser sólo célula de la rodilla de otro gigante mayor: ¡Que no quepa duda!.

El hombre deberá tomar conciencia que, así como Nicanor Parra nos advierte que la naturaleza no le pertenece al hombre, sino que el hombre le pertenece a ésta; la ciudad no es del hombre. El hombre colectivo construye y conforma la ciudad para sí misma y se constituye parte de ella y de su vida pública. Entonces quizás entienda que si bien es lícito el desacuerdo privado, hay una instancia pública en que el acuerdo colectivo es el de todos por sobre el individual. Juegan dos conceptos: El estado de las cosas y el proyecto de progreso. Esto es natural al organismo vivo.

El proyecto de progreso se construye del interés de prosperar de los individuos que componen un vector resultante de todos los intereses en el sentido del progreso. A la vez, la situación instantánea, nunca es perfecta. Tal vez este sólo hecho impulse al cambio; pero a la vez, siempre implica una base que puede ser o no sólida. En tanto la base que constituye cada estado de cosas sea más sólida, es más deseable como estado final y también como base de construcción de progreso. Estos dos hechos crean la fuerza consolidadora y conservadora. Ambas: El impulso de progreso y el de conservación, son los polos principales de la vida pública. La fuerza conservadora consolida pero inmoviliza, en tanto la fuerza progresista promueve la prosperidad natural pero hace más frágiles los logros. Esta dualidad es necesaria para hacer armónico el decurso de la vida.

Cualquier modelo que construye un todo compuesto de multitud de elementos, considera al sistema total como individuo. Así tiendo a ver la ciudad para describirla como un sistema orgánico; pero es, en algún sentido, un error. Una mirada amplia, veraz, objetiva; debe mirar y modelar sobre entidades observadas desde distintos ángulos. Se suele, en especial en las miradas ideologizadas o cargadas de peso dialéctico, escoger un punto de vista: aquél que se defiende, para modelar sólo desde esa visión. En general cada visión tiene alcances parciales. Los puntos oscuros o invisibles desde el ángulo escogido se asume que se comportan como el promedio de aquella parte que se ve nítida, o bien se ignoran del todo. Tal vez un ejemplo dé más vida a esta idea: Se encuentran en una entrevista de corte político, en un medio de línea editorial conservadora, un dirigente sindical con el periodista más connotado del medio por su suscripción a la línea mencionada. Los trabajadores sostienen un movimiento que ha ido creciendo en efervescencia, hasta los albores de la violencia. El entrevistador pregunta al dirigente: "¿Es, usted, partidario de la violencia como un medio de lucha para alcanzar los objetivos de los trabajadores?". Prontamente y con absoluta serenidad, responde enfático: "¡De ninguna manera!". "¿Y no instigó a la violencia a los trabajadores en las manifestaciones del día tal, cuando ésta se desató, produciendo desmanes y destrozos frente al ministerio?", insiste el otro. "¡De ningún modo!" responde enfático y sereno el sindicalista. "¿Cómo explica, entonces, la violencia de aquellas manifestaciones?". El entrevistador es un defensor ferviente de la no violencia, al punto de no poder comprender que esta sea tolerada o instigada como una forma de lucha en un régimen en que se respeta los derechos de todos y hay libertad plena para los ciudadanos. "La lucha por los derechos" piensa, "se da en los organismos que la sociedad ha instituido a ese efecto. Para ello existe la ley, la justicia y el gobierno. Estos se establecen para igualar y garantizar los derechos de todos". Cree que este pensamiento ha de ser universal e inalterable. Por esta razón está convencido que su pregunta, sobre la violencia, pone, a su interrogado, en una instancia en que lo desnuda en su inconsecuencia ideológica. Muchos de los observadores de la entrevista piensan lo mismo. El dirgente sindical, sin perder la serenidad ni la certeza, mira de frente al entrevistador y deja correr un silencio, no breve, que parece, por un momento, anunciar su derrota. Luego, sin quitar su mirada serena de la del otro, como si aquél fuera el propietario del imperio de la incomprensión, dice: "No la explico" y hace una segunda pausa, en la que su confrontador acota: "¡Pero eso es una hipocresía!". Aquél no le ha quitado la vista de la suya. Termina su pausa con absoluto control y continua: "No la explico, sin embargo la comprendo. Muchos de esos trabajadores, cada día, salen de madrugada de sus casas sin desayunar. Dejan a sus familias sin nada para el almuerzo. Ellos mismos, a esa hora, comen un pedazo de pan duro como madera y un tarro de té. Viven en condiciones precarias por años y años recibiendo promesas y promesas. ¿Cree, usted, que en algún momento, después de alguna cantidad de tiempo y cansancio, en que otros aprovechan casi de manera abusiva las oportunidades que a ellos se les niega, la violencia no se transforma en un derecho?", y concluye: "Yo no comparto el uso de la violencia, pero no puedo pedirle a esos trabajadores, en esas condiciones, que sigan esperando para siempre". Esta situación es frecuente en los procesos de mayor progreso. Sucede, en ellos, que algunos son impulsores, otros sólo son llevados por el avance en virtud de la inercia del movimiento. Pero del mismo modo, esa inercia deja rezagados a muchos que no están cercanos al centro de masa del proceso y quedan abandonados en el camino. En la medida que la sociedad no ve a aquellos ciudadanos rezagados y sólo mantiene una mirada pública afincada en el promedio global, se produce un estiramiento de las brechas y un aumento del rezago.

La mirada promedio es frecuente en estos días. La reflejan bien los indicadores y produce una idea de homogeneidad satisfactoria para los dirigentes, pero a menudo falsa para los estratos ciudadanos. El mismo promedio se obtiene de un conjunto de individuos altamente satisfechos sumado a otro altamente insatisfechos, que de uno más donde todos estén en torno al promedio de satisfacción. En un caso se puede desarrollar la ira social, que explicará la violencia, mientras en el otro podría imperar la paz. Mirado esto como el modelo de vectores, que ya antes mencioné, en el que la red de impulsos de cada individuo constituye un sistema de esfuerzos cuya componente determina el movimiento de la sociedad toda, parece importante como dimensión, la distribución armónica de esfuerzos. Cuando resultan ser altamente antagónicos, polares, y opuestos, se produce formas irreconciliables que impiden la construcción de un vector único. La tensión produce ira social como forma de ruptura de los desacuerdos, cuando esta ira, su ruptura consiguiente, no logra armonizar las potencias, de manera que se fundan en un solo acuerdo, la sociedad enferma como cualquier sistema orgánico cuya fisiología entra en conflicto. Cuando la rodilla del gigante enferma, el gigante está enfermo.

Todos estos fenómenos sociales son, quizás, más amplios que el límite urbano y tienden a ser vistos y observados en el ámbito nacional, a veces continental o global. De hecho, muchas veces sus soluciones tienen alcance general y no local. No obstante, el núcleo vital en el que se vive, ya sea paz o conflicto, progreso o estancamiento, anhelos globales o insatisfacciones, es la ciudad. Cada situación que se ve de alcance más general que el urbano, tiene una extensión que se explica en el contagio y también cierta barrera de inmunidad inherente a lo urbano. El mismo fenómeno, contagiado de una a otra ciudad, toma características propias en cada una, tanto como el contagio de una enfermedad de un individuo a otro, o el despertar de una esperanza que se ha visto realizada en alguien más. Es raro ver la sincronía del movimiento del Once de Agosto del sesenta y siete en la Universidad Católica en Chile con el despertar de los movimientos de inicios del sesenta y ocho, en Francia, que culmina el veintidós de marzo, con un movimiento precursor del gran despertar de mayo de ese año en París, luego en toda Francia y su extensión por Europa. Todos son movimientos urbanos que se propagan de ciudad en ciudad.

Quisiera profundizar un poco más en el concepto de la ciudad como organismo individual en contraposición a la estructura geográfica que aglutina individuos únicos. Muchas veces se oye hablar del concepto de paisaje urbano. Es frecuente saber que los urbanistas y arquitectos pretendan integrar el paisaje urbano al geográfico. No es raro en estas visiones que se considere a la ciudad como el conjunto de los elementos que la hacen paisaje, y en este sentido le den muerte, la dejen inerte y estática. La vida, la vitalidad serían propiedad del hombre y su sociedad, vista como extensión de éste y no como el carácter urbano. Pienso que si así fuera, al emigrar de una ciudad a otra, o de la vida rural a la urbana, el hombre no mutaría, ni tampoco la ciudad. Sin embargo es frecuente que al emigrar de una ciudad a otra, cuyos caracteres sean diversos, el hombre no sólo siente la diferencia y el cambio, sino que se habitúa y cambia con el carácter de la urbe. Al contrario, ni la inmigración, ni la emigración, excepto que sean demasiado masivas, hasta el desangramiento, afectan al carácter de la ciudad. Nueva York recibe cientos de miles de inmigrantes, pero mantiene su carácter. Roma, París, Lima, Buenos Aires, Londres, Río de Janeiro, o Madrid quizás no sean inmutables, pero guardan siempre un carácter que les es propio y se adhiere a la imagen de sus nombres. Más todavía, resulta curioso observar que las ciudades jóvenes son más mutables que las más antiguas: París o Roma de una visita a otra, de una temporada a otra, son el mismo París y la misma Roma, casi sin diferencias. Por su parte, Santiago, en Chile, la que suelo transitar a través de su transporte intestino, me sorprende cada vez que la paseo en su superficie. Muchas veces, a cuadras de mi casa, me sorprende, vagando a pie, el surgimiento de más de un nuevo edificio elevado, una torre o una nueva mole comercial, la desaparición de barrios enteros y más. Quizás esté, mi ciudad, llegando a la crisis de crecimiento adolescente.

Todas estas dinámicas vistas desde la dimensión y perspectiva de la ciudad y su quehacer, la muestran en su dimensión de entidad orgánica, con vida propia. El hombre pertenece a la ciudad y le es vital en esta visión, sin embargo ésta es mucho más que un mero acto de aquél, así como el hombre es mucho más que las amebas de su intestino.

Kepa Uriberri