Challas y Chayas
Mencioné la challa, artefacto que todos sospecharán, aunque sin certeza, qué es. La challa es un aparato con múltiples agujeros que rocían el agua de la ducha. Su nombre, contra lo que muchos sospechan, viene del acto de esparcir líquidos espirituosos en el suelo, en honor a la Pachamama o madre tierra fértil, a modo de agradecimiento por sus favores. No debe, en modo alguno, confundirse la challa con la chaya. Esta última es el confeti de papel picado que se usa en fiestas y celebraciones. De niño, esa chaya tenía la forma de pequeños discos de papel, de colores. Provenía de la perforación de las hojas que se archivaba, las que eran perforadas con un artefacto de presión. A cada niño en la fiesta se le daba una bolsita del tamaño del puño de un adulto, llena de chayas, que estos tiraban al aire, y quedaban esparcidas en el suelo, o sobre la torta del festejo. Al terminar la fiesta, el servicio doméstico, o si no lo había, la madre del festejado, barría todas las chayas del confeti y uno mismo, niño en ese entonces, no sospechaba qué sucedía con ese papel picado. Muchas veces en aquel tiempo, bajo la challa de la ducha, que me mojaba gratamente el cuerpo, cavilé sobre el destino de las chayas: Imaginaba, ya que en ese entonces no sospechaba su origen, que el papel picado era recogido con tanta dedicación, porque era devuelto a su proveedor, quién volvía a envasarlo en pequeñas bolsas y lo suministraba a nuevos festejos. Por entonces, mi imaginación de niño asumía que las chayas que caían sobre el dulce de la torta, o dentro de las bebidas de fantasía y en el helado, no significaban una pérdida, de modo que al recoger y reciclar, mágicamente, la pérdida se reponía por sí misma. En fin, hoy en día ya lo sé. No obstante, a veces creo, no sin cierta preocupación, que mis cavilaciones aún conservan tantos parámetros de aquél entonces. Vivo rodeado de un gran parque por el que pasean muchos vecinos con sus perritos mascotas. Los veo detenerse a menudo y esperar a que los animalitos hagan caca. En seguida se inclinan con una bolsa de plástico y recogen los mojoncitos pequeños que se llevan consigo. Hoy en día, en mi baño, por supuesto hay una ducha teléfono, porque ya no son vanguardia. Pero aún conservo la vieja costumbre de cavilar bajo su challa. Ahí pensaba hace unos días en una diversidad de cosas absurdas, entre otras: ¿por qué habrán hecho la challa de mi ducha con un enorme agujero central, de manera que esta es como un aro aplastado que surte agua solo por los bordes y no por el centro?. No logré encontrar una explicación, pero aventuré que tal vez fuera para dejar caer el agua sobre la cara, con la boca abierta, sin tragarla. No sé por qué, mientras intentaba verificar la idea, los ojos cerrados y el agua resbalando por la cara, intentando que no me entrara en la boca, quizás por una reminisencia infantil, recordé las chayas y por lo tanto, el afán de recogerlas. Pienso que su aspecto redondo y pequeño sumado al hecho de levantarlas, me trajo a colación la caca de los perritos mascota. Tuve en ese momento, una idea atroz. Cuando yo era niño, las mascotas, perros y gatos, comían las papas con arroz que sobraban del almuerzo, o un tarro de asqueroso pescado envasado, o las grasas y nervios con los huesos que uno separaba de la carne por desagradables o incomibles, es decir los animales se comían las sobras. Para qué decir que las cacas quedaban escondidas en algún lugar detrás de las petunias del fondo del patio. Hoy, en cambio, estos seres comen unas pequeñas galletas, blandengues, color caca, que se compran en grandes sacos satinados, con nombres de fantasía en ingles, tales como Maipagüerdog, o Degüisquiforyurcat, en fin. El perrito se come estos bollitos y después su amo lo saca a cagar al pasto del parque. Ahí hace un pequeño bollo del color y textura de su comida, que el dueño recoge cuidadosamente en una bolsita. Cuando el saco satinado se termina, el dueño lleva la colección de mojoncitos de su perro y los canjea por un nuevo saco satinado de nombre Dogloving o algo así. El productor de comida de mascota somete los mojones a un proceso de secado y crocantización, los mete en un saco satinado con máquinas poderosísimas, que mágicamente reponen la pérdida, quizás insuflando algo de aire comprimido a los galletines y vuelve a venderlos. "Es absurdo" me argumentó alguien. Yo pensé que no por eso sería menos real. Por ejemplo, el hoyo central de mi ducha teléfono, es absurdo y así se lo hice saber a mi mujer cuando la compró. Ella, sencillamente me dijo: "Pero es mucho más bonita" y su argumento fue irrefutable. De este modo bajo la challa picarón de mi ducha teléfono, mientras dejaba caer el agua, me puse a pensar en el absurdo y su relación con lo real. Comencé, pues, a repasar cuestiones absurdas y quizás por deformación de pensamiento, casi todas nacían de la literatura, y no se crea que hube de recurrir a Ionesco o a Beckett, ni a Kafka. No. A ellos los deseché de plano, porque el absurdo de sus planteamientos es de la misma índole que todo lo relatado antes, aun cuando haya distancias siderales entre sus relatos y el mío. Tal vez mis relatos estén en la periferia de la calidad y el de ellos en el centro líquido mismo, es decir, en un esquema inverso al de la challa de mi ducha; pero aquello afecta la virtud no la extravagancia. Tan extravagante como reciclar las chayas, o la challa de las duchas con picarón central y la reutilización del alimento de mascotas, resulta componer un relato como si fuera la challa de la ducha, por cuyos pequeños agujeros se ve, como pequeñas chayas, una colección de frases breves, que tal vez fueron un solo relato coherente, antes de despedazarlo y convertirlo en fragmentos alternados, que no le aportan otra cosa que manierismo y dificultad. Es que el niño que juega con las chayas y las lanza al aire tiene, cuando menos durante su juego, una vocación de construcción de un todo esencialmente fragmentario, como la lluvia. Pero si la realidad la defragmento, como una lluvia de chayas, para añadir, quizás, un desafío al lector, o tal vez para insuflar aire entre las partes del relato como en los bollitos del alimento de perros, no consigo más atención del lector, no me tansformo en el amigo del que quiero leer más, sino ese enemigo al que hay que vencer, para poder decir, con mero afán curricular: "Leí Conversaciones en la Catedral y es una novela indispensable", con lo que deduzco, bajo el chorro de mi ducha picarón, se quiere significar que mi potencia de comprensión literaria es tan intensa que he sido capaz de armar el puzzle de un millón ciento treinta y seis mil doscientas trece piezas del tamaño de frases que casi caben en una chaya, de Mario Vargas Llosa, y he descubierto con claridad cuándo se jodió el Perú (Lo que no ha de ser tan importante desde el momento que un senador de mi república le endilgó aquella preocupación a García Márquez). Creo haberlo recordado antes: En una entrevista de televisión a Isabel Allende se le preguntó su opinión sobre Vargas Llosa. Isabel dijo que imaginaba que el peruano escribía sus novelas de manera secuencial, luego las recortaba en tiras pequeñas, que iba colgando de hilos en el techo. Finalmente, en un proceso del todo aleatorio, Vargas iría recomponiendo, con estas tiras, en la medida que las recogía y pegaba, la forma definitiva de su obra. En la edición siguiente de dicho programa estaba invitado Mario Vargas. El conductor le mostró la grabación y le preguntó, socarrón, qué pensaba de la opinión de Isabel. "Yo jamás he hecho eso. Yo no escribo de esa manera... No sé qué más decir... sólo que no es así...". La cita es sólo una paráfrasis. No recuerdo las palabras exactas, aunque sí la sorpresa. Lo que nunca llegué a saber es si Vargas estaba desorientado ante esta situación inesperada, porque sólo lo vi a través de los agujeros de mi ducha teléfono. Kepa Uriberri![]() |