Encuentro fortuito




— ¿Tú todavía eres Camilo B? — le dije en tono más de confirmación que de consulta. Sólo entonces agucé mi mirada, al notar que los lentes de sus anteojos eran bastante más gruesos que los que recordaba. Al examinarlo así, percibí, también, que el color de su piel era más verdoso y que los pómulos eran, ahora, mucho más prominentes.
— Ah, sí — respondió, casi en un susurro y con una sonrisa feble que parecía robarle todas las energías. Lo había encontrado al bajar del tren y lo había asido, con cierta energía, del antebrazo. Al oír su voz debilitada tomé conciencia que al oprimirlo mi mano se hundió en una masa blanda de ropas en la que muy al fondo hubo un brazo casi insustancial. Entonces me pareció verlo como un pajarito entumido, envuelto en una gruesa chamarra invernal, una camisa de franela y quizás otro par de prendas de abrigo, aún cuando la temperatura del mes de diciembre, a la vista del verano próximo, lo anunciaba caluroso.
— ¿Tú estás bien? — me preguntó, mirándome con tristeza, y sin esperar mi respuesta, como si la pregunta la hubiera hecho yo, continuó: — Yo he tenido ciertos problemas. ¿Y tu familia? ¿Tus hijos ya están grandes? ¿Ya no viven contigo?.
Parecía querer apresurar cualquier conversación y sus preguntas llevaban implícitas las respuestas, como si quisiera evitar los detalles, que por lo demás nunca había conocido: Él no conocía a mi familia y habíamos sido amigos de muy jóvenes, cuando ninguno la tenía.

Al salir del andén, ya en la mezanine, de pronto se detuvo en silencio, como si fuera un autómata al que le habían cortado la energía. Ni siquiera me miró. Sólo se quedó ahí parado, sin decir nada.
Dije:
— ¿Pasa algo?; ¿Qué te pasa?.
No me miró. Mantenía la vista perdida, posiblemente en la escalera mecánica que subía a la salida de la estación. Balbució:
— No puedo... ¿A qué vine?...
Hace doce años estuve aquí por última vez. Todo era tan distinto. Ahí, en ese lugar preciso, saqué la cartuchera con las tarjetas donde tenía la de acceso al andén. Llevaba también las de los bancos, mis documentos y algo de plata, muy poca. Era un tipo bien vestido. Lo había conocido, o lo había visto antes, más de una vez pero no lo recordaba. Podría ser un vecino, o cualquier hombre de bien, de manera que no sospeché nada cuando caminó directo hacia mí. No podría decir qué pensé en ese instante. ¿Tal vez que querría preguntar algo? como por ejemplo ¿Dónde queda tal o cual calle? o ¿Cuál salida es la del norte de la avenida?. ¿O pensé quién es? ¿Viene a saludarme y no recuerdo quién es?. No sé. Fue demasiado rápido.

En fin... terminé pagando diez años de cárcel después de un largo juicio de cerca de tres años en el que me dieron, creo que injustamente, una condena de cadena perpetua.

Estoy enfermo, tengo un cáncer avanzado. Pensé volver a mi casa. Pero han pasado trece años desde que salí por última vez. Floriana no me visitó más de tres o cuatro veces al principio. Después, cuando fui condenado por asesinato alevoso y con agravantes, sus visitas se distanciaron y no habrán sido sino tres o cuatro. Sólo una vez la acompañaron los niños. Ni siquiera sé si aún viven en mi casa o si se cambiaron. Tampoco sé si me recibirían o si, al menos por lástima, me dejaría quedarme para morir en una cama limpia.

Intentó arrebatarme la cartuchera con mis documentos, pero le sujeté el brazo. Sólo en ese momento vi que en la otra mano tenía una navaja grande, de esas automáticas que tienen una hoja en punta de cuatro o cinco pulgadas. Oí el ¡clac! de la hoja al abrirse y vi el brillo del metal que avanzaba con celeridad hacia mi estómago. Creo que el peligro y la adrenalina aguzaron mi reacción. No se cómo, de repente yo tenía su cuchillo en mi mano y con la otra sujetaba la que tenía mi cartuchera, pero él me empujaba por sobre la baranda que mira al andén y los rieles, a la vez que apretaba mi garganta. Tuve miedo de caer y para evitarlo tenía que herir. Clavé la daga, instintivamente, en su costado izquierdo y entonces cedió. No recuerdo cómo giramos de modo que ahora mi atacante, herido entre las costillas con su propio cuchillo clavado a la altura del corazón, o al menos con un pulmón reventado, estaba contra la baranda. Un instante después lo vi, desde lo alto, tirado sobre los rieles, mientras oía el bramido del tren que lo arrolló casi de inmediato. Eran las ocho y cuarenta de la mañana y no había nadie en la mezanine de la estación. Tampoco se veía gente en el andén. Nadie habría visto lo que sucedió.

El convoy frenó con estrépito. A los pocos segundos los parlantes de la estación anunciaron: "Sigma uno, estación Rodrigo de Triana". Quise irme del lugar. En la boletería le dije a la cajera que alguien había caído a la línea, pero fue un error fatal. Después subí por la escalera mecánica, afuera detuve un taxi y me alejé. Sólo volví al metro algunos días después. Pensé que ya nadie recordaría el incidente. Sin embargo, al pasar frente a la boletería oí que la cajera golpeaba el vidrio que la separa de los pasajeros. Era la misma a la que había informado del accidente. En unos pocos segundos escuché que alguien corría detrás mío; era un guardia de la estación. Me sujetó de un brazo y dijo: "Señor; tiene que acompañarme".
— ¿Qué sucede? — interrogué. — ¿Por qué?.
— El jefe de estación desea hablar con usted.
Me metieron en una oficina con un escritorio verde de metal y dos sillas, donde me dejaron solo. No había, ahí, seña ninguna de que nadie trabajara, nunca, en ese lugar. Era casi un poco más grande que una pequeña bodega, ciega y mal ventilada. Pasaron largos minutos antes que entrara un hombre con una casaca roja que me miró con desconfianza. Se sentó en la silla tras el escritorio de metal verde y sin ofrecerme la otra dijo:
— Usted presenció el suceso del jueves antepasado.
Mostré ambas manos, encogí los hombros, arrugué el ceño y respondí:
— ¿Qué suceso? —. Pensé haber mostrado sorpresa e ignorancia, como si no entendiera de qué se me hablaba, no obstante que sentí cómo la adrenalina me inundaba el pecho.
El hombre ignoró mi reacción, como si tuviera la certeza más absoluta de su sentencia: "Yo había presenciado el hecho". Sin duda se refería a la caída en las líneas y el atropello posterior del hombre que me había atacado.
— Viene la policía para que pueda relatar qué ocurrió ese día y por qué cayó a las líneas un hombre con una navaja clavada en el corazón.
— No entiendo. No sé de qué me habla — dije, manteniendo una mentira inútil, que luego me cerraría las puertas a cualquier relato que pudiera exculparme. Hasta antes de ésto, solo tenía el testimonio, que no podría ser si no vago de una cajera a la que un pasajero había informado de un supuesto accidente o suicidio. Ahora había intentado escabullir mi propio testimonio. El hombre dijo, haciendo un gesto que podía significar que lo que dijera no tenía importancia alguna:
— A mí sólo me corresponde esperar a la policía y confirmar lo que sé y ya declaré ese día —. Sólo entonces, con esa sentencia conclusiva, parece haber creído oportuno ofrecerme asiento. — Pero, por favor, tome asiento mientas esperamos.

La espera no fue breve. Durante todo ese lapso que me pareció una eternidad, el me observó. Tan pronto me miraba fijo a los ojos, con cierta insolencia, como me miraba las manos o la pose de las piernas, o la actitud de los pies, o parecía juzgar el ritmo de mi respiración, o al menos así me parecía. Como sea que fuera, sin ninguna duda estudiaba mi actitud corporal, quizás confirmando en ella el prejuicio que ya se había formado, o tal vez creyendo que de ese modo podía confirmar la culpa que estaba seguro que yo tenía.

Se detuvo. Me miró como si ahora él juzgara el impacto de su relato. Después de un breve momento dijo:
— ¿Tus hijos ya están grandes? Ya no vivirán contigo. ¿Están bien?.
Era raro, porque nunca le había hablado de mi familia. No la conocía. Tal vez por eso no esperó una respuesta. Me quitó la mirada para perderla en algún lugar indeterminado y con un gesto de tristeza inconmensurable continuó:
— ¿Te mencioné que tengo cáncer? Es terminal. Está extendido. No me queda más que unos cuantos meses. ¿Comprendes?. Por eso vengo a ver a mi familia, para que, al menos, sepan que estoy libre y que estoy muriendo.

Bueno, la policía demoró casi una eternidad en llegar. Fue muy incómodo estar ahí soportando la culpa que se me imputaba sin justicia, sin conocimiento de los hechos, sin poder defenderme, en un ambiente cínico, un crimen que no había cometido. Si hubiera intentado defenderme, habría sido inútil: El jefe de estación no era un juez de mi causa, a pesar que de hecho se arrogaba la prerrogativa y me retenía ahí, a la espera de la policía. Al fin llegaron dos que me preguntaron directamente si yo había apuñalado al hombre y por qué lo había hecho. De modo estúpido mantuve mi mentira: "No sé de qué me habla. Yo sólo vi como un tren arrollaba a un hombre que había saltado a las vías. Eso es todo". Me esposaron, me entregaron al juez que controló mi detención y me puso a disposición de la fiscalía.

La navaja tenía mis huellas y las del muerto: Dijeron que era mía. Dijeron que había intentado evadir la culpa informando a una cajera de un suicidio. Dijeron que el tipo distribuía drogas y que se trataría de un ajuste de cuentas. Dijeron que nadie se suicida de una cuchillada en los pulmones y se arroja a las líneas del metro. Dijeron que lo había apuñalado sin misericordia y que había intentado borrar las evidencias empujando el cadáver al metro. Mi abogado hizo una pésima defensa. Fue negligente. No presentó pruebas de descargo, no solicitó diligencias, perdió los plazos de apelación y creo que nunca estuvo de mi parte. No intentó probar defensa propia porque no me creyó. Me aconsejó declararme culpable, colaborar con la fiscalía e intentar algún acuerdo informando sobre las actividades del tráfico de drogas de la víctima y cualquier otro conocimiento que tuviera en ese sentido.
— Te conviene informar lo que sabes — insistió. — No sigas mintiendo.
Quise cambiar de abogado, pero no tuve apoyo de mi familia. Mi mujer no creía en mí. Mis hijos eran muy niños y el juicio fue muy rápido porque todo me condenaba. Le supliqué a mi abogado que apelara.
— ¿Sobre qué bases? — me respondió burlón.
— Consígueme otro abogado porque tú no crees en mí.
— Sería estúpido. Ya es muy tarde. Tú no quisiste un arreglo. Ahora no tenemos cómo alegar una nulidad del juicio. No teníamos pruebas, ni cómo refutar las de la fiscalía. Tampoco hay vicios de procedimiento... Pero si quieres intentarlo, encuentra otro abogado. Yo no puedo hacer más.

Después de nueve años en la cárcel me detectaron este cáncer. Volvió a mirarme con tristeza por apenas un instante. Creo que por eso, solamente, un abogado tomó mi caso y me consiguió un indulto, que no me exculpa como asesino, sólo libera al estado de hacerse cargo de un tratamiento muy costoso. Me robaron mi honra y mi dignidad.

— Ahora sólo vengo a pararme aquí, esperando ver pasar, si tengo suerte, a alguno de mis hijos. Ellos no me reconocen, pero si aún viven en mi casa, quizás vea a alguno al pasar.

Kepa Uriberri